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El entusiasmo

Vicente Molina Foix

Un gesto de buen tono es hablar mal del crítico, pero ¿quién" no ha leído alguna vez un trabajo de crítica más bello y veraz que la obra puesta en tela de juicio? El ejemplo más próximo que tengo de esta perversa, un poco antinatura operación es un texto de Francisco (Quico en el mundo) Rivas a partir del artista alemán Albert 0elílen, cuyas pinturas me parecieron crudas, en el sentido culinario del término, y eso que la exposición era en Valencia. Rivas, comisario del acontecimiento abría el catálogo definiéndose como "crítico de arte silvestre" o mejor aún, fan, "un fanático de la pintura en el peor sentido de la palabra", que incluye ingenuidad, arbitrariedad, idolatría. En todo caso, concluía Rivas gloriosamente, "un fan es alguien que necesita que le rompan el corazón a menudo para sentirse vivo".Ver a un crítico entusiasmado es en sí un espectáculo, sobre todo en España, donde lo que se da más es el crítico avinagrado y estreñido. Para entendemos: aquí el crítico tiende principalmente a la carrera fiscal, y cuando hay defensa de un libro o una pieza de teatro los argumentos pocas veces despegan del más ramplón turno de oficio. Pero hay un espectáculo que cuando se produce no tiene igual, el del genio mostrando su entusiasmo por el genio. Y es que ver a las fuerzas de la naturaleza pronunciarse con generosidad sobre el arte de un semejante produce el efecto que en un hermoso campo arbolado tendría el añadido de un concierto tocado por manos de artista.

Esa emoción difícil la tuve yo en Londres hace unos días visitando, al salir de la más amplia y memorable que Calvo Serraller comentó en Babelia, una exposición llamada simplemente Degas como coleccionista. En la grande, la National Gallery nos persuade de que no hay pintor más grande en los 30 años que van desde 1886, fecha de la última exposición grupal de los impresionistas, y 1915, cuando debió pintar sus últimos cuadros, que ese Degas anciano y recluso, corto de vista, obsesionado con cuatro o cinco figuras de interior que para él son el mundo. En la pequeña, una historia menos sabida, la del "museo Degas", se nos cuenta a través de una muestra reducida de lo que el pintor fue comprando en sus últimos años de afluencia, movido exclusivamente por la admiración. La extraordinaria e inmensa colección (muchos miles de grabados, cientos de pinturas y dibujos) que Degas almacenó en su morada última de Montmartre, y que en contra de sus aspiraciones fue dispersada al morir, se nutría, al margen de las obras cambiadas o regaladas por sus colegas, de lo que él iba adquiriendo en galerías y subastas, gracias al dinero que sus propias ventas y su espartana vida de solterón le dejaban. Pero a Degas le alarman las leyes del mercado; ante el marchante Vollard, se preocupa de que "si mis artículos empiezan a venderse a estos precios qué pasará con los Ingres y Delacroix. No podré costeármelos".

La peripecia del coleccionista Degas está llena de escenas y salidas de ese tono. A un amigo se le queja de que en las subastas se alían contra él al pujar, sabiendo que "cuando quiero algo, lo he de conseguir". A otro le anuncia que al ritmo de adquisiciones que lleva pronto no tendrá con qué vestirse. Y lo cierto es que la pintura imponía una estricta frugalidad en. aquella desastrada casa; Valéry, que le visitó a menudo, protesta en su libro sobre el pintor de las "tristes cenas" que le daba, a base de "una ternera demasiado inocente y unos macarrones hervidos al agua clara". Pero no se trata de la manía de acumular de un viejo solitario. Degas persigue sólo lo que adora, y es fiel a los amores que le rompen el corazón, sobre todo Ingres, de quien llegó a poseer 20 pinturas y 88 dibujos, y Delacroix., De este último compró hasta sus paletas, curioso por analizar sus combinaciones de color.

Degas tuvo dos grecos, tiépolos, corots, 2.000 litografías de Gavarni y casi otros tantos grabados de Daumier, pero mostró olfato, riesgo y generosidad comprando continuamente algunos cuadros muy difíciles de Cézanne y obras de los entonces nada establecidos Van Gogh y Gauguin. Su especial relación filial con Ingres nos llega en una estampa del final de su vida, cuando ya casi ciego iba todos los días a una exposición retrospectiva del maestro y el tacto del contorno y la superficie de cuadros conocidos pero invisibles le devolvía la memoria de lo que en ellos había aprendido.

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