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Pedir de pie

Jóvenes desempleados sobreviven gracias a la máscara de mimos

Sin hacer ruido, de día y de noche, se han adueñado de los puntos más transitados de Madrid. Piden limosna de una forma diferente al mendigo tradicional. Son los mimos, de la plaza del Callao, la Gran Vía y la Puerta del Sol.Tienen características comunes: son inmigrantes, desempleados y más huraños que el gato que algunos llevan sobre el hombro. Son tan escurridizos que hablar con ellos no es sencillo.

Cuando se intenta cruzar palabra se pierden entre la multitud, como si detrás del maquillaje ocultasen algo. Después de cuatro días de rastreo y de insistencia para entrevistarlos, tres accedieron, pero a regañadientes.

Richard tiene 35 años, aunque su rostro demacrado aparenta llevar encima por lo menos cinco más. Emigró de Polonia en 1992, seducido por las imágenes de la televisión que le mostraban una España rica, pujante y sin paro. Dejó atrás su estudio de pintura y sus obras. Desde entonces no ha vuelto a tocar el pincel. "Los pisos son caros, los materiales también. Las cosas van mal, muy mal", se queja con su pobre castellano.

En plena faena, cualquiera diría que es una estatua. Sólo se mueve con delicadeza cuando alguien le arroja una moneda. El mimo es la mejor opción que Richard ha encontrado para comer. "No da para más, vivo en la calle", confiesa en un receso de tres minutos. Sus días son largos. Se instala cerca de la plaza Mayor alrededor de las diez de la mañana, antes busca un rincón para pintarse la cara de blanco con harina. Cerca de las tres de la tarde desaparece con su mochila al hombro y el bote de plástico con las 500 pesetas que a esa hora los transeúntes han depositado. Richard retorna a su lugar de trabajo a las ocho de la tarde hasta el amanecer. "He visto de todo, asaltos, tíos que quieren salir corriendo con mí dinero... ".

Cinco de los 27 años de Carlos han transcurrido en la Gran Vía con una gruesa capa de maquillaje de teatro en la cara y una enorme lágrima gris dibujada en el ojo derecho, y su flaco gato negro (símbolo de buena suerte, según él). Carlos es andaluz. Emigró a Madrid en busca de mejores oportunidades. Al principio todo iba bien: un empleo como obrero de la construcción, una esposa y un piso. Las cosas se complicaron cuando perdió el trabajo y con él todo lo demás. "Llevaba el curro sin problemas hasta que se acabó y me tuve que poner a hacer ésto. No es gran cosa, pero da para ir pasándola". En un buen día puede reunir entre 3.000 y 5.000 pesetas.

Un "trabajo miserable" en una carbonería en Asturias forma parte del pasado de Gustavo, de 25 años. Desde hace dos años busca otro oficio. "Estoy cansado de aguantar frío o calor todo el día, aunque prefiero esto que andar por la calle o por el metro dando lástima y suplicando ayuda", confiesa.

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Y como no son precisamente mendigos la policía no se mete con ellos. "Lo que hacen no está prohibido. No es mendicidad. No alteran el orden público", asegura un portavoz de la Policía Municipal.

Richard, Gustavo y Carlos jamás han subido a un escenario, pocas veces han entrado a algún teatro. Ninguno ha estudiado interpretación. Les da igual.

Encima de su propio bote o sobre alguno del Ayuntamiento, maquillados con torpeza dejan de ser mendigos, se sienten estrellas, "gente de éxito".

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