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'Top secret'

El otro día me acerqué a la plaza de Ópera para inspeccionar las interminables obras del Teatro Real. Junto al edificio, en una calle levantada que un día será peatonal, una pareja de albañiles terminaba de colocar adoquines sobre tres zonas reducidas. Eran de tres modelos diferentes y, obviamente, servían de sendas muestras para que alguien hiciera la elección final.Dos de las muestras eran de adoquines tradicionales y se asemejaban mucho. La tercera apenas era adoquín ni nada, sino una piedra lisa y blanca. Más bien parecía un azulejo de los que anuncia la Preysler, y era tan feo que jamás debería haberse tomado en consideración.

¿Quién será la persona responsable de hacer la elección final?, me pregunté. ¿El concejal de Urbanismo? ¿El arquitecto? ¿El constructor? ¿Un contratista con enchufe? ¿El cuñado del contratista? No hay que olvidar que la reforma de este edificio y de la plaza ha estado rodeada de polémica, incluso ha habido acusaciones de despilfarro.

Ya que el adoquín escogido probablemente cubrirá toda la polémica plaza de Oriente, juré tomar cartas en el asunto: como buen ciudadano tenía que impedir un error de bulto. Fiel a mi arriesgado oficio de intrépido reportero de investigación, me acerqué al mayor de los albañiles y le pregunté:

"Oiga, buen hombre, ¿quién va a hacer la selección final entre estos tres estilos de adoquines?".

"Ay, amigo", me contestó con resignación, "como yo también me preocupo por la estética, repetidas veces me he hecho la misma pregunta. Desgraciadamente, me temo que no podremos saberlo hasta dentro de medio siglo".

"¿Medio siglo?", le respondí extrañado.

"Sí", terció su compañero, más joven. "La elección final se va a hacer conforme a la nueva Ley de Secretos Oficiales".

"¡Caramba!", espeté. "Eso me parece algo excesivo".

"No creas", dijo el joven. "Hay que recordar que los miembros del Gobierno están mucho mejor preparados que nosotros. A veces, hay que proteger al pueblo de sí mismo".

"Sí, pero..."." Y ojo", añadió el hombre mayor. "Usted, que tiene toda la pinta de ser un intrépido reportero de investigación, tenga cuidado con lo que escribe. Si revela, la identidad de la persona que selecciona los adoquines le podría caer a su periódico una multa de hasta cien millones de pesetas".

Con mi acostumbrada agudeza mental me puse a analizar la situación: si bien nunca me he sentido amedrentado por nada en mi brillante carrera -estoy en posesión de los más prestigiosos galardones periodísticos-, todo esto era realmente preocupante. Resolví proceder con precaución. Les agradecí a los albañiles sus advertencias y me dirigí a casa, un paseo que aproveché para inspeccionar ,las interesantes ofertas de los burgers yanquis y las pizzerías que están invadiendo la plaza de Opera.

(Al alejarme de los dos obreros pude escuchar cómo el más joven sostenía que la decisión gubernamental de presentar la nueva Ley de Secretos Oficiales no había sido unánime: según sus fuentes, sólo fue aprobada tras la tercera votación del Ejecutivo, y gracias a la ministra Tocino, que cambió su voto en el último momento).

Bueno, todo esto pasó hace una semana. Ayer volví a la calle de los adoquines, donde los dos albañiles habían colocado por lo menos veinte metros cuadrados de azulejos modelo Preysler. Les observé durante un rato, hasta que pude apreciar una cosa extraña: de entre algunos de los adoquines empezaba a salir una sustancia viscosa y oscura.

"Oigan", les dije, ¿eso qué es?".

"Nada", dijo el hombre mayor, a la vez que colocó un poco de cemento entre los adoquines en un intento de tapar el flujo.

"¡Pero si es alarma social!", grité. "¡De entre esas piedras está saliendo alarma social!".

"¿Pero qué dices, hombre?, me contestó. "¿Cómo va a ser alarma social? En agosto nunca se detecta alarma social. Además, la alarma social es de un color más verdoso".

"¡Lo es!", le contesté, alarmado. "¡Es alarma social y usted lo sabe!".

Efectivamente: ahora la sustancia oscura y espesa -claramente alarma social- empezaba a brotar con mayor fuerza. Además, era maloliente. Los dos hombres intentaban taparla con cemento, pero no había manera. Se extendía una mancha grande que teñía los inmaculados adoquines de negro.

"¡Ya lo sé!", grité. "¡Viene de la otra parte de la plaza de Oriente, allí donde estaban los controvertidos restos arqueológicos! ¡Ahora lo entiendo todo!".

"Yo que tú no escribiría nada de eso", me contestó el hombre joven mientras cogía su teléfono móvil. Marcó un número y empezó a hablar, pero no pude oír lo que decía.

Realmente preocupado, desistí. Fui hacia mi casa no sin antes aprovechar un descuento de 350 pesetas en la compra de una pizza de tamaño mediano. Solicité el balón de playa gratis, pero me lo negaron porque mi pedido había sido inferior a las 2.200 pesetas. De momento, no puedo decir más.

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