La vida al 'trile'
Un pícaro relata sus andanzas y destapa el artificio de los tres cubiletes
, El hombre que entra a las diez de la mañana en el bar con el Marca bajo el brazo pertenece a una estirpe condenada a la extinción. Corpulento y de gesto amplio, se sienta en una mesa y pide al camarero un café solo. "El delito es la mierda", se queja. Tiene 30 años, un punto verde tatuado en la mejilla y un nombre que prefiere ocultar. El trile, su oficio, antiguo como el polvo de los calabozos, ha entrado en barrena tras décadas de esplendor. Y él lo sabe. "No me da para comer", vuelve a quejarse. A su lado, en otra mesa, se ha acomodado su mujer y la cuadrilla con la que todas las mañanas, de lunes a viernes, despliega por las calles de Madrid su artificio ilegal. "Escucha, si quieres que te cuente lo que es el trile nunca has de olvidar que es todo teatro: si te crees la obra, bien; sí no, te sentirás estafado", advierte antes de desgranar las reglas del montaje."Esto es un apuesta. Hay tres tapones vacíos y una bola oculta. Nosotros los movemos y tú has de acertar dónde está la bola. Fácil, ¿no? Pues mira, lo primero es saber que todo el que pierde acaba dándose cuenta de que hay truco. Por eso es importante parar cuando estás ganando. Hay que dejarle algo de dinero y evitar que tu cuadrilla presione más de lo necesario. ¿Me sigues? Bien, esto es una apuesta y nosotros le damos cancha a la avaricia del que entra a jugar; le hacemos participar del engaño: ha de ver que un jugador pierde porque se le engaña, pero también que otro, el gancho, no se deja engañar y que gana y se le paga. Ahora, y esto es importante, al cliente que juega nunca se le deja ganar, excepto sí ves que es un jugador y lleva mucho dinero; entonces le das un poco de coba, pero a los otros, no; a los otros, les ganas. Y siempre lo consigues, porque han entrado en el engaño. Por eso les escuece perder, sienten vergüenza, oyen cómo sus compañeros les dicen que son tontos... Eso pasa siempre. Unos pocos callarán, pero otros darán voces o te denunciarán. Es el momento de irse a paso ligero".
El trilero se ha bebido el café. Durante su exposición no ha tocado el periódico deportivo. Simplemente se ha dedicado a enumerar las reglas del juego con el hastío de repetir una historia mil veces vivida. "¿Sigo?", pregunta. A su lado, sus compañeros charlan en voz baja. Entre ellos está su padre: dientes de oro, camisa de seda roja y zapatos azules. Es el hombre con quien a los 10 años aprendió a convertir la trampa en tentación. "Me dijo: 'No te metas en nada que te lleve a la cárcel'. Y a los 15 años hice mí primera partida".
El trilero ha pedido ahora un agua mineral. Está más animado. "Venga, te voy a enseñar el truco", dice, y da una voz a la cuadrilla. "¡Dadme los pastos!". Los llamados pastos son tres tapones rojos de frascos de especias marca La Carmencita. Por dentro llevan cera. El hombre los desliza con destreza. Acelera, frena, cambia. "¿Dónde está la bolita?", inquiere. Cuando ve que la respuesta es acertada, sonríe. Luego, vuelve a mover los tapones y repite la pregunta. La contestación es ahora errónea. Pero el trilero vuelve a sonreír. Y es que acaba de enseñar el truco. Ésta es la explicación.
Cuando el cliente ha sido captado y se ha arrimado como observador a la caja de cartón -la mesa de juego-, el trilero mueve
los cubiletes de forma que se distinga perfectamente en cuál se oculta la bolita. Un miembro dc la cuadrilla, que simula ser un re cién llegado, apuesta -lo míni oro son 1.000 pesetas- y señal al cubilete correcto, pero en el úl timo momento se despiste -siempre lo hace, ya sea pare
habla- y el trilero- aprovecha para cambiar descaradamente el cubilete de lugar. Resultado: al levantar el tapón, éste aparece vacío y el jugado paga. Este engaño se repite una, dos tres veces, hasta que se considere que el cliente ya está convencido de que todo el truco reside en el burdo montaje de cambiar de sitio el cubilete al menor despiste del apostante.
Alcanzado este punto, entra el gancho, quien ha aprovechado la espera para confraternizar con el cliente. El trilero mueve de nuevo los cubiletes y abre la apuesta. Pero ahora el gancho impide que le engañen y ante los ojos del cliente muestra el antídoto contra la trampa: poner el dedo sobre tapón señalado, de forma que no se lo puedan cambiar. Lo hace, acierta y cobra parece fácil. En las siguientes apuestas, el gancho ya le pide al cliente que le ayude y que sea él quien presione el dedo sobre e cubilete. Nuevo acierto. El cliente, ahora, ya se ha confiado. Está listo para jugar. El gancho le anima, el trilero le reta, la cuadrilla le presiona. Y apuesta. El trilero mueve, aparentemente con la misma ineficacia que antes, los cubiletes. El cliente, para conjurar el engaño, imita al gancho y pone inmediatamente el dedo sobre el tapón que él cree que oculta la bolita. Pero ahora levanta y falla. Ha perdido. Ahí está el truco: el trilero sólo emplea sus artes de prestidigitador cuando el cliente, confiando en lo que ha visto, ha entrado en el juego. En ese momento se acaba la farsa y el trilero emplea por primera vez su rapidez de manos para situar la bolita bajo el cubilete menos esperado. "Si en vez de buscar el dinero nos miran como se mira a un mago, buscando el fallo, nos ganan, pero no lo hacen porque van a por el dinero", sentencia el trilero. No hay más truco, según él, pero sí toda una tramoya que alienta suavemente la caída del cliente.
Se trata de una organización bien engrasada, compuesta por un trilero, un gancho, al menos s dos vigilantes -por si viene la policía- y cuatro o cinco animadores. "Algunos son gente que se acerca, mira, charla un poco y, al cabo de los días, te pide trabajo. Hay de todo, desde limpiabotas hasta vendedores ambulantes en s paro", dice el trilero. El papel fundamental, junto al trilero, lo interpreta el gancho. "Tiene que estar toda la mañana jugando. Ha de ser atrevido y no tener vergüenza. Cuando hago de gancho, intento imitar a los actores; hay que creerse el papel sin exagerar,
saber cómo se siente el que pierde y el que gana, dar la mano y respetar al cliente", explica. Se ve que le emociona el cine, la farsa en pantalla grande que él reproduce en pequeño. "Aprendo mucho de Al Pacino", añade.
El trilero acaba de devolver los pastos a sus compinches y ha lanzado una mirada a su mujer, que aguarda silenciosa. "Tengo dos hijos, ¿sabes?", comenta el hombre. Viste camisa blanca y pantalones vaqueros negros; su mujer, falda y camiseta. Por las tardes, cuando abandonan el trile, ambos se dedican, sin licencia, a la venta ambulante. Sus ilusiones vuelan a ras de tierra. "Estamos muy mal, eso del hombre de la boina pasó a la historia. Muchos días te vas a casa sin estrenarte. Yo, a veces, sueño con pillar a un tipo con 50.000 pesetas, un tipo que todos los días repite. Pero nada, los que más apuestan nunca pasan de 4.000 pesetas. En su mayoría son suramericanos. Esto es a decadencia. Antes, hace 15 años, jugabas, la policía te dejaba en paz y te divertías. Ahora, en cambio, los mejores días no ganas más de 30.000 pesetas y hay que dividirlo todo con la cuadrilla. Al foral no te quedan ni 4.000 pesetas, esto es una miseria".
La miseria. Ése es el pensamiento que le asalta cuando confiesa que no quiere que sus hijos se dediquen al trile ni que su mujer
siga acompañándole por las mañanas. Parece harto de ser un pícaro, un estafador o un ladrón, según quien le hable. Le gustaría
sustituir los cubiletes por un puesto fijo en algún mercado. "Por eso lo cambiaría todo", dice. Luego, cuando se anima, vuelve a mirar a los suyos y le
saca punta a su oficio. "Esto es un medio de trabajo. Yo no
robo, hago una obra de teatro", afirma como para convencerse. Lo dice y mira al reloj. Ya son las doce. "Oye, que se nos ha hecho tarde, ¿me entiendes?". El trilero
se ha levantado. Se dirige al camarero y paga la consumición: m café y un agua mineral.
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