Menú turístico en Marivent
Los perros de la Reina rompieron el protocolo con los guardaespaldas de Constantino
Lo han conseguido. Nadie se rasga ya las vestimentas porque la última remesa de inmigrantes africanos retenidos en Barajas haya sido enviada de patitas a Nigeria. Tras el descubrimiento de la drogadicción a que fueron sometidos los anteriores expulsados, el lío consiguiente, la denuncia del SUP, las explicaciones de Grande Oreja, la retirada de denuncia y el misterio de las 250.000 púas, de las que nadie más ha vuelto a hablar, resulta un alivio que, por fin, les hayan echado, sin más. Sin recurrir a barbitúricos ni mordazas. Funciona como el señuelo de las pensiones: a fuerza de repetir la consigna de que las pensiones no sé recortarán, acabas aceptando que te recorten a ti mismo y te peguen en un corcho.Pero, ¿qué importancia tienen estas humanas cuitas cuando en el Vaticano pueden producirse inminentes e irremediables cambios? Algunas cosas no cambian nunca, cierto, pero no debemos perder la confianza en su capacidad para empeorar. Si el hecho sucesorio acaba por advenir, me juego el Misal Romano y Oficio Parvo por el Reverendo Padre Jaime Pons, que conservo desde mi infancia, a que el próximo que se pondrá la tiara será de color y tan duro que éste, a su lado, va a parecer Dustin Hoffman en Rain Man.
Apuestas cruzábamos los periodistas apalancados en los jardines de Marivent, a la espera de que llegara doña Ana Botella de Aznar para almorzar con los Reyes y el presidente del Gobierno. ¿De qué color será el traje de chaqueta?, nos preguntábamos. Pues no: vino de falda blanca juvenil y blusita estampada, y con un tinte de piel como sólo lo llevan ya Julio Iglesias y el duque Suárez. Venía con la delegada del Gobierno en Baleares, Catalina Cirer, llamada la católica, con quien había estado paseando por los lugares que suele frecuentar la Reina, aunque sin tiempo, y seguramente sin nada suelto, para hacer compras.
Poco antes de que apareciera la señora de Aznar lo hizo doña Sofía al volante de su propio coche, y al pasar junto a los periodistas nos saludó con la mano y una amplia sonrisa. Es un descanso pertenecer a una era democrática en que los monarcas saludan y sonríen cuando se te cruzan, en lugar de espetar el tradicional gesto que te mandaba al cadalso: pulgar hacia abajo, o bien índice señalando horizontalmente el gaznate. Más tarde, en las poses para los fotógrafos, los dos perrillos yorkshire terrier de la Primera Dama alegraron nuestra jornada, en lo que el personal llamó unánimemente una ruptura del protocolo, que quedó hecho trizas, pero impasible.
Ahora bien, la gran sorpresa vino cuando nos comunicaron el menú, que era como turístico, soso y ¿quizá adecuado, dada la ocasión? Voire: gazpacho, lenguado meunière con arroz tres delicias y helado. Presa de frustración, me fui al Born a zamparme unos dátiles de mar a la plancha, y al atravesar el paseo junto a un quiosco de periódicos casi tropecé con un alemán alto que hablaba por móvil en alemán y que no era un alemán, o al menos no del todo, sino Constantino de Grecia. Sus dos guardaespaldas, dotados de riñonera -que, al parecer, también son nuestros- se pusieron como tensos, pero enseguida me escabullí, recordando los tiempos en que, en Beirut, me zafaba de los esbirros de Walid Jumblatt.
Estos encuentros sorpresivos resultan, con todo, mucho más interesantes que perseguir a Karina y su Domingo, que inevitablemente pasaron por aquí y actuaron, y el tiempo cambió y hoy amenaza tormenta que da miedo; y más estimulantes que tropezarse con lo que, en el argó de los periodistas especializados, se conoce como convoy completo: cualquiera de los tipos que veranean en la isla haciendo ver que son alguien, equipados con un set que incluye reloj en la mano derecha (imitando al Rey), tejanos blancos y algo cortos, pelo engominado a lo Mario Conde, jerséis polo con la banderita de las narices ribeteando el cuello y unos palos de golf -aunque jamás se haya practicado este deporte- tirados, como al desgaire, en el maletero del coche, tal como los lleva el Príncipe.
Algunos no reparan en gastos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.