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Una iglesia, última tierra de asilo en Francia

Los inmigrantes ilegales acogidos por un párroco parisiense temen el asalto de la policía

Enric González

Colchas, pañales, juguetes, botellas, todas las prendas de un asentamiento humano se acumulan en los rincones de la iglesia parisiense de Saint-Bernard, someramente despejada ayer para celebrar misa. Unos 300 hombres, mujeres y niños africanos pululan en silencio tras las columnas o permanecen recostados junto a 10 huelguistas de hambre.Todos temen la irrupción de la policía. La protesta de los inmigrantes sin papeles ha tocado un nervio vivo en Francia, que fue tierra de asilo. Pero el Gobierno insiste en que no cabe nadie más y dispone una intervención inminente para expulsarles.

El párroco de Saint-Bernard, Henri Coindé, habló de la justicia y la fraternidad en su solemne sermón de ayer. El cura glosó las bienaventuranzas a los pobres y a los perseguidos ante una pequeña multitud, que no cabía en el recinto y se arracimaba en torno a la pequeña iglesia.

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Cientos de personas acudieron a misa para oponerse, con su presencia, a la expulsión de los sin papeles encerrados durante seis semanas ya en Saint-Bernard, la parroquia del barrio mayoritariamente norteafricano de Barbés.

La irrupción policial del lunes, al alba y con una estudiada brutalidad, atrajo la atención de los franceses hacia la iglesia de Barbés. El ministro del Interior, Jean-Louis Debré, quiso eliminar el riesgo de que muriera alguno de los huelguistas, e invocando una intención "humanitaria" hizo que las fuerzas antidisturbios arrastraran a los 10 inmigrantes al hospital. Allí se les encontró flacos, pero sanos (son controlados por médicos de varias organizaciones), y se les dio el alta. Los 10 volvieron inmediatamente a su rincón de la iglesia y a su saco de dormir.

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Nadie se explica por qué la policía les dejó regresar, en lugar de detenerles y embarcarlos en el primer avión. Quizá había demasiadas miradas sobre la parroquia. Pero ayer, en Saint-Bernard, se daba por seguro que Debré aprovecharía el sopor del larguísimo puente de la Asunción para ordenar una nueva operación al amanecer y, esta vez sí, enviar a los inmigrantes al corazón de Africa. La ley está del lado del ministro: ninguno de los huelguistas, y casi ninguno de los 300 encerrados en la iglesia, cumple los requisitos legales para obtener la preciada tarjeta de residente.Y, sin embargo, se trata de gente que llegó legalmente a Francia, que ha trabajado legalmente durante años en Francia y que, en algunos casos, tiene hijos que algún día (después de los 16 años) podrán adoptar la nacionalidad francesa. "Estamos contra la ley y, quizá, fuera de la ley, pero tenemos la razón, porque la ley es injusta", afirma el profesor Léon Schwarzenberg, médico oncólogo y carismático defensor de los derechos humanos, instalado día y noche en Saint-Bernard. La ley que invoca el Gobierno es, básicamente, el paquete de medidas adoptadas en 1983 por el entonces ministro Charles Pasqua: 51 artículos en total, de los que el Tribunal Constitucional anuló ocho y acotó con "reservas interpretativas" otros 10, por vulneración de los derechos humanos. Pasqua se guió por la consigna "inmigración cero", esgrimida desde entonces por una derecha que, en ese punto, está completamente de acuerdo con los neofascistas del Frente Nacional.

"La actitud de Debré es conforme a lo que piensa la mayoría silenciosa., ( ... ) Es escandaloso que esa gente chantajee a las instituciones democráticas francesas", declara Damien Meslot, presidente regional gaullista. "El Gobierno debería hacer lo que susurra la gran mayoría de los franceses: ¡echémosles fuera!", dice el delegado del Frente Nacional, Bruno Mégret. La izquierda, los sindicatos y las organizaciones humanitarias denuncian los arrebatos de xenofobia e insisten en recordar tres cosas: que la ley es absurda que la economía necesita de un cierto grado de inmigración (hay trabajos que los franceses, con subsidios varios, siguen negándose a hacer) y que, sin inmigración, Francia no sería Francia.

Francia es rica por mestiza y acogedora. Incluso la clase política que ahora cierra las fronteras es en buena medida inmigrante: el ex primer ministro Edouard Balladur nació en Turquía, de familia armenia; el ex primer ministro Pierre Bérégovoy era hijo de rusos; el ex primer ministro Raymond Barre es hijo de inmigrante húngara. El propio ministro del Interior, Jean-Louis Debré, es nieto de un rabino alsaciano acogido en Francia cuando huía de los alemanes.

En la iglesia de Saint-Bernard se preparaban ayer para resistir un asalto final que se suponía inminente y drástico. Las puertas eran reforzadas con cadenas. Se avisaba al vecindario de que las campanas sonarían en caso de asalto. Llegada la noche, franceses y africanos sin papeles se acostaron más juntos que nunca: por parejas y esposados, para hacer imposible una repatriación fulminante.

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