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Tribuna:Relatos de verano
Tribuna
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En ausencia de Blanca (4)

Antonio Muñoz Molina

Por Ella y Mario se conocieron no mucho después. En la dedicatoria de un libro que le regaló para su primer aniversario, Blanca aludió a las circunstancias tristes de aquel tiempo y a su gratitud hacia Mario con unos versos de Rafael Alberti:"Cuando tú apareciste / penaba yo en la entraña más profunda l de una cueva sin aire y sin salida". Se conocieron, decía ella alguna vez, contra todo pronóstico, en una de las excepcionales ocasiones en que los mundos que cada uno de los dos habitaba llegaron a entrecruzarse, pues incluso en las pequeñas ciudades, en las capitales tan domésticas como Jaén, la gente, aunque se roce por la calle, vive como en planetas remotos entre sí, e incluso cuando se encuentran es muy difícil que lleguen a verse.Hizo falta que Mario acudiese una noche a donde nunca iba, a un discopub recién inaugurado en la sede de un antiguo convento y llamado Chinatown, con rayos láser, panoplias de pantallas de vídeo y columnas de sonido altas y negras como monolitos que emitían ritmos aplastantes. Hizo falta la despedida de soltero de un jefe de. negociado para que Mario, tan atontado por la música, las luces y la multitud que no encontraba a sus compañeros de oficina -lo habían liado, como siempre, lo habían llevado a aquel infierno prácticamente a rastras, después de una cena ya de por sí insufrible- estuviera, a las dos de la mañana, sosteniendo un gin tonic tibio en la barra de metacrilato fluorescente de aquel discopub, tratando de oír algo o de decirle algo a una chica que le habían presentado un rato antes y de la que (por culpa del ruido y de la ginebra) ni siquiera estaba seguro de recordar su nombre.

Blanca le dijo luego, cuando contrastaran recuerdos, que a ella le pasaba lo mismo con el nombre de él: pero no sólo, en su caso, por culpa de la música, sino porque en aquellos tiempos el abuso del alcohol y las pastillas y la falta de sueño le habían debilitado la memoria, sobre todo la memoria verbal, de modo que estaba hablando y de pronto le faltaba una palabra, o iba a decir el nombre de alguien y lo había olvidado.

Mario no se dio cuenta, pero el vídeo que se estaba proyectando en los monitores era un reportaje sincopado sobre la última exposición de Jimmy N., inaugurada triunfalmente unos días antes en los salones de la Caja de Ahorros, desde los que se rumoreaba que viajaría unas semanas después a Nueva York (de hecho, y con vistas al imprescindible mercado americano, el vídeo estaba hablado en inglés). Por entonces Blanca ya había roto definitivamente con Naranjo dos o tres veces, pero aquella noche, sin poder evitarlo ni juntando todas las fuerzas de su voluntad, había acudido al Chinatown con la esperanza de verlo. Seguía conservando hacia él un amor despechado y obsesivo, en el que ni el recuerdo del placer o de la antigua complicidad intelectual tenían ya importancia: era la pura inercia del amor, su indestructible propensión a perdurar por encima de todo, por encima de la razón, de la conveniencia, incluso de los propios deseos de Blanca, quien después de la escena que había presenciado en el estudio de Madrid estaba segura de que ya no podría acostarse nunca con Naranjo.

Ella sabía que no iba a confiar más en él, pero si él iba a buscarla y le hacía una promesa o formulaba entre lágrimas un juramento inverosímil -"aquello no fue lo que tú imaginabas": como sí se tratara de su imaginación, y no de sus ojos-, Blanca, tan en contra de su dignidad como de su inteligencia, lo creía, o fingía creerlo, con tal eficacia que hasta la próxima decepción era capaz de mantenerse engañada a sí misma. Dormía con somníferos, despertaba con estimulantes y se arrastraba a lo largo del día a base de cigarrillos, whiskies y cafés, en una niebla atónita de enervamiento, malestar físico y desolación.

Aquella noche, en la barra del Chinatown, apenas reparó en la cara de Mario, y no le habría quedado ninguna huella de su existencia de no ser porque al cabo de una conversación inconexa y prácticamente a gritos -durante la que además no dejó de mirar en torno suyo, en busca de Naranjo- empezó a sentirse mal, y pensando que lo que le hacía daño era el calor húmedo de la multitud le dijo a Mario que la disculpara, que iba a tomar un poco de aire fresco y volvería enseguida. Unos minutos después Mario la encontró en la acera, doblada entre dos coches, apretándose el vientre con una mano y sosteniéndose el pelo con la otra, vomitando y gimiendo, con un temblor de escalofríos regulares sacudiéndola entera. Le echó el pelo hacía atrás y le limpió con un pañuelo humedecido el sudor copioso y brillante de la cara. Había mucha gente a la puerta del bar, pero nadie parecía reparar en ellos. La condujo hacia un escalón algo apartado y le ayudó a sentarse. Por un momento ella pensó que era Naranjo quien estaba ayudándole, y le echó los brazos al cuello y permaneció abrazada a él y temblando mientras repetía su nombre, desconocido para Mario. El la apartó con suavidad, no sólo porque le resultaba embarazoso recibir caricias cuyo destinatario era otro, sino también porque el aliento de Blanca no era demasiado agradable: olía ácidamente a alcohol, a nicotina y a vómito.

Al cabo de unos minutos, más tranquila, ella se echó hacia atrás con los ojos cerrados y continuó apretando la mano de Mario. Las suyas, aunque de una suavidad que él encontraba deliciosa, estaban singularmente frías, como reblandecidas por el abandono. De pronto las uñas se clavaron en la mano de él y Blanca se puso rígida: al buscar algo, seguramente los cigarrillos, acababa de darse cuenta de que había perdido el bolso. Se agitaba como en una de esas situaciones de pánico impotente que sobrevienen en sueños, y enumeraba delirando las cosas que creía perdidas, aunque sin hacer más ademán de buscarlas que tantear en torno suyo a ciegas: las llaves de su casa, el carnet, la tarjeta del cajero automático, el encendedor de plata que le había regalado alguien, otro nombre masculino... Mario no tardó en encontrar el bolso. Estaba caído en el mismo lugar donde la había visto a ella, junto a la acera, entre los dos coches, salpicado de vómitos. La gente, los bebedores que se arremolinaban a la puerta del bar, habían pasado sobre él sin mirarlo, habían pisado los vómitos con la misma indiferencia, pensó Mario, con que la habrían pisado a ella si no hubiera podido levantarse: confusamente sentía una agresiva hostilidad hacia los pobladores de los bares nocturnos, hacia su manera no sólo de vestir, de hablar, de beber, de sostener en alto las copas y los cigarrillos, una hostilidad, en gran parte, de madrugador hacia los trasnochadores, muy íntimamente arraigada en él desde siempre, heredada tal vez de su padre, que ahora languidecía en una residencia de ancianos de Linares.

De su padre había heredado también una intachable pulcritud: con un kleenex limpió el bolso antes de entregárselo a Blanca. Le temblaron tanto las manos al abrirlo que se le derramaron las cosas y no llegó a encontrar lo que buscaba, los cigarrillos y el mechero: volvió a decir que era de plata y la abatió de nuevo el remordimiento de haberlo perdido. Arrodillada en la acera, buscaba con sus dedos largos, torpes y nerviosos, sin reparar en los pies de la gente que pasaba junto a ella, tanteando a ciegas, sin ver tampoco a Mario. Buscaba igual que lo buscaría todo siempre, lo más valioso y lo más trivial, incluso cuando llevara viviendo mucho tiempo con Mario, muy nerviosa, como si los objetos se confabularan entre sí para burlarse de ella, en medio de la anarquía del interior de los cajones, temiendo haber perdido sin remisión justo aquello que más necesitaba. Encontró por fin un cigarrillo, uno solo, torcido, y se lo puso en los labios mientras continuaba buscando el encendedor, pero fue Mario quien dio con él y le ofreció fuego.

-Si fumas te pondrás peor -le dijo.

-Imposible. Ya no puedo ponerme peor.

-Venga, mujer, tranquila. Te voy a traer un vaso de agua.

-No te vayas -Blanca se aferró a él- No me dejes sola.

A los dos les habría sorprendido saber que faltaba muy poco para que. ya no la dejara sola nunca más. Esa noche la llevó a su casa en un taxi -averiguó la dirección por un sobre que encontró en el bolso, ya que ella dijo que no la recordaba- y al llegar al portal Blanca le pidió que subiera, adhiriéndose a él con la misma angustia que un rato antes, cuando temió que se fuera a buscar agua. El piso, que aún era en parte el taller de Jimmy N., le pareció a Mario catastrófico, una mezcla perversa de suciedad y desorden, de sordidez doméstica y escenografía vagamente bohemia, como de esas películas en las que se ven las penurias de los artistas antiguos. Blanca lo recorrió entero, dejando encendidas todas las luces, como si temiera la presencia de alguien. En el dormitorio, donde había, como en todas las habitaciones, lienzos arrumbados contra la pared y carteles tirados por todas partes, la cama, muy grande, estaba deshecha, y las sábanas francamente sucias, consideró Mario. Sobre la mesa de noche había un cenicero rebosante de colillas, un vaso mediado de agua y un frasco de cápsulas cuya etiqueta examinó Mario no sin inquietud. En la pared, sobre la cama, un gran lienzo sin enmarcar, clavado de cualquier modo con chinchetas y grapas, representaba confusamente algo en lo que Mario tardó en reconocer un cuerpo, y luego un cuerpo femenino desnudo, y una cara que a pesar de los brochazos que la desfiguraban como si se reflejara en aguas turbulentas y sucias era la de Blanca. Por algún motivo lo intimidó encontrarse al mismo tiempo frente a la mujer y frente al cuadro en el que aparecía desnuda, aunque tal desnudez fuese casi irreconocible, debido al estilo de la pintura, que Mario se atrevió a conjeturar de expresionista.

Blanca se sentó en la cama, buscó en el cajón de la mesa de noche, lo cerró de golpe, escarbó en el cenicero hasta lograr un cigarrillo prácticamente intacto: la noche anterior lo debió de apagar apenas encendido. El olor a humo frío y a sábanas muy usadas era nauseabundo. Mario, a quien no le gustaba visitar las casas de los demás, tenía la desagradable sensación de irrumpir en la intimidad de otras personas. Qué derecho tenía él a estar allí, con una mujer desconocida, a las dos de la madrugada, en un dormitorio en el que había señales ostensibles de otra presencia habitual y masculina; qué hacía allí si la mujer, Blanca, que ya había empezado a gustarle, parecía haberse olvidado por completo de él: desde el umbral del dormitorio, porque no se atrevía a entrar, la vio hundir la cabeza entre las rodillas, sentada en el filo de la cama, todavía con un hilo de humo ascendiendo a un costado. Notó que temblaba: temió que fuese a vomitar otra vez. Pero ahora la causa del temblor era que estaba llorando, con sacudidas violentas, en silencio, sin gemidos ni lágrimas, tan ajena a Mario como al cigarrillo que tenía entre los dedos. Por miedo a que incendiara las sábanas Mario se aproximó a ella con pudor y cautela, le quitó el cigarrillo y lo apagó con asco en el cenicero. Blanca levantó los ojos brillantes y secos y pareció no recordar quién era él. Por momentos la compasión de Mario se iba convirtiendo en ternura. Ahora la veía mucho más guapa que unas horas antes, cuando se la presentaron.

-¿Qué te parece si preparo café? -le dijo, procurando que su voz sonara natural, incluso desenvuelta, la voz de un hombre que sale habitualmente de noche y trata con camaradería a las mujeres. Blanca logró fijar los ojos en él y movió la cabeza - en un gesto aproximadamente afirmativo.

En la cocina no había ni un plato, ni una cucharilla, ni una taza que no estuvieran sucias, y que no llevaran al menos una semana en tal estado. El lugar exacto del fregadero era difícil de discernir entre las pilas de vajilla inmunda. Cuando logró rescatar la cafetera y se dispuso a lavarla Mario descubrió que el agua corriente estaba cortada. En el frigorífico, por supuesto, no había botellas de agua almacenadas en previsión de las usuales restricciones. Lo único que había en el frigorífico era un envoltorio de margarina rancia y un frasco intacto de mayonesa, así como un tomate enmohecido. A Mario, como a todas las personas muy ordenadas, aquel desastre, aparte de asombrarlo, lo reafirmaba en sus hábitos, casi lo complacía. Fue al dormitorio para decirle a Blanca que no podía preparar café: la encontró dormida, de costado, de cara a la luz de la mesa de noche, las dos manos sujetando la almohada, las piernas juntas y flexionadas sobre el vientre, respirando por la boca abierta, con un brillo de sudor sobre el labio de arriba. Ni siquiera se había quitado los zapatos. Muy cuidadosamente, Mario la descalzó, le fue subiendo el edredón hasta la barbilla, despacio, temiendo despertarla, mirándola dormir con un deleite más intenso porque tenía mucho de furtivo. Pensó dejarle algún mensaje, sobre la mesa de noche o incluso en el espejo del lavabo, según había visto hacer en algunas películas, pero no llevaba consigo papel ni bolígrafo, y en cualquier caso no se le ocurría qué escribir. Estuvo tentado de dejarle una de sus tarjetas de visita, pero se arrepintió a tiempo: habría sido, lo consideró luego, un rasgo entre impertinente y comercial. Se quedó uno o dos minutos más mirando dormir a Blanca, sin saber qué hacer, qué recurso inventar para que no se perdiera el vínculo casual de esa noche. Pero le faltaba experiencia, y también astucia, y de pronto temió, además, que el hombre al que ella había llamado una o dos veces en su delirio, el dueño de las tres o cuatro prendas masculinas que había tiradas por la casa, apareciera de improviso, poniéndolo en una situación equívoca, incluso peligrosa... El ruido de un ascensor le alteró el corazón. Al acercarse a Blanca para apagar la luz de la mesa de noche le dieron ganas de besarle los labios. Ella abrió los ojos, dormida, se estremeció, repitió el otro nombre. Mario apagó la luz del dormitorio y luego fue apagando la de cada una de las otras habitaciones, con aquel incorregible instinto suyo de ahorro. Eran las tres de la madrugada cuando salió a la calle. Fue caminando hacia su casa, un poco aturdido por la extrañeza de estar despierto y en la calle a esas horas, con un sentimiento de novedad y de halago, como de estar viviendo el borrador de una incierta aventura. Entonces se dio cuenta de que ni siquiera había tenido la precaución de anotar el número de teléfono de Blanca.

Continuará

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