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El obispo y la paz

Antonio Elorza

La adopción de una actitud de equidistancia constituye un viejo recurso para encarar conflictos cuya naturaleza obliga a tomas de posición que pudieran resultar incómodas o comprometidas. Es lo que ocurrió en estos últimos años al desencadenarse el genocidio serbio a costa de la población bosnio-musulmana: todos los esfuerzos oficiales fueron pocos para desviar la atención de las matanzas serbias hacia una supuesta situación general de caos con responsabilidad múltiple. La falsa objetividad supuso así un siniestro aval otorgado desde el exterior a los más fuertes, a los asesinos. Entre nosotros, en un escenario muy diferente, la maraña de los casos GAL, la equidistancia cumple una función semejante. Rechaza enfocar el tema desde la exigencia de conocer la responsabilidad de los criminales y el esclarecimiento de los hechos, y desde un aparente distanciamiento centra toda la atención sobre las peripecias del procedimiento hasta dejar en la sombra los crímenes que le originaron.Al sustituir el análisis de un problema por la búsqueda de una posición de equilibrio, de apariencia de imparcialidad entre dos opciones que no tienen por qué ser simétricas (no lo es la del asesino y la de su víctima), la actitud equidistante ofrece un terreno privilegiado para el desarrollo de una argumentación política tanto más falaz y peligrosa cuanto que se reviste de aparente objetividad. Es lo que ocurre, creemos, con la forma de afrontar el problema vasco por parte del obispo donostiarra José María Setién (si nos atenemos a sus extensas declaraciones a El Diario Vasco, de 4 de agosto, luego prolongadas en el mismo sentido por las del obispo de Pamplona el pasado viernes en El Escorial). Las intenciones no pueden ser mejores -lograr la paz, la concordia entre las partes enfrentadas-, ni los recursos más nobles, los derechos de las personas y de los pueblos. La clave de la desviación reside en que Setién trata a todos políticamente por igual, la violencia concierne a los derechos de la persona sin afectar a la valoración política de ETA y, para que su neutralidad quede reconocida, construye dos bloques, "España" y "ETA", enfrentados y simétricos. Desde su perspectiva salomónica pasa a definir el conflicto como "una mutua deslegitimación, independientemente de quien tenga en abstracto la razón, si España, que quiere la unidad del Estado español, o ETA, que quiere la independencia de Euskadi" (subrayado nuestro). Al margen de la grosera simplificación que entraña esa visión a lo Egin del contencioso bipolar y de España igual a Estado español unitario, destaca que el obispo haya olvidado que, al margen de ETA, entre los dos supuestos contendientes ha habido y hay una realidad política plural, un proceso democrático que nada tiene de abstracto y que legitima tanto al Estado español de las autonomías como al régimen estatutario votado por los vascos. Hay que decir que a lo largo de la entrevista la palabra "democracia" le quema al prelado en la boca. Cuando el periodista le pregunta si en España hay "déficit democrático" se escapa arguyendo que "responder a esa pregunta es entrar a decir quién tiene razón". Rehuir el análisis se convierte en prueba de imparcialidad y, lo que es peor, en base para proponer soluciones. Hay que introducir, a su juicio, moderación en ETA y "flexibilidad" en los "posicionamientos llamados democráticos" (sic).

ETA no recibe caricias de lenguaje parecidas por parte de Setién. Es más, el obispo atribuye a ETA algo que él también apunta: "En la famosa declaración de abril del 95", ETA advirtió "que había que dejar al pueblo vasco que se manifestara". Sobre qué Setién no lo dice, si bien cabe intuirlo al mencionar luego "la facultad de autodeterminación" y declarar por fin que él mismo, como "pastor", debe responder a las demandas. legítimas del "pueblo". El derecho a vivir libre de violencia callejera y de atentados, con el funcionamiento regular de las instituciones democráticas vascas y en un marco de construcción nacional bajo el Estatuto, no constituye al parecer para Setién el núcleo de esas demandas legítimas, aunque los votantes vascos se lo recuerden elección tras elección. Claro que él ya nos ha dicho que no se pronuncia sobre la situación democrática. Prefiere, como el alma de Garibay, ocupar un lugar intermedio entre el cielo y el infierno, y desde allí hablar de paz sin desarmar la guerra.

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