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Los idos de agosto

Ya está, ya ha sucedido: todos sabíamos que iba a ocurrir, que alguien iba a desvelar el secreto, y sin embargo no hicimos nada para impedirlo. Sabíamos que terminaría por saberse y, como la gente no es tonta, se extendería con rapidez por la ciudad. Pero no creíamos que sería tan pronto. Algunos nos dábamos hasta el año 2000. Con el siglo XXI y las autopistas de la información, nos decíamos resignados, todo, incluso agosto, será distinto para siempre. Ese optimismo parece hoy ingenuo, o estúpido, como sucede con los optimismos infundados. Ahora un traidor ha vendido la ciudad a cambió de algún privilegio -una terraza, un puesto de helados, una fábrica de hielo...-, y ya casi todo el mundo sabe, salvo los tercos, que no hay mejor agosto que el de Madrid.Basta estacionar en Argüelles para comprender que ya no es lo que era. O escuchar a medianoche el mugido de las motos cojoneras cruzando la ciudad como si fuera cualquier junio de muchedumbres. O pasar revista a las terrazas de los paparazzi y comprobar que no toda la nómina de Caricia y demás revistas del porno rosa se ha ido a Palma o a Marbella; ni siquiera a las universidades de verano, que tampoco colaboran como entonces para dejarnos tranquilos. Esto no es lo que era y, o mucho me equivoco (mis amigos me reprochan mi pesimismo), o no pasan dos temporadas antes de que lo in, como dice la horterada inmortal, sea quedarse en Madrid y no tostarse al sol. Al tiempo. (Entonces encontrarán el modo de convertir al lluvioso Santiago, que con la Xunta tampoco es ya lo que era, en el nuevo balneario. Tiembla, Santiago.) De modo que, una vez desvelado el secreto, cumplo con mi obligación de cronista y dejo a la posteridad un testimonio de lo que era Madrid en los agostos del último tercio del siglo XX.

Aunque ya sea difícil creerlo la ciudad cambiaba. La marcha de los ministros para protagonizar reportajes rituales sobre quién prefería las vacaciones en la playa y quién en la montaña provocaba la caída de la ciudad en un aparente sopor que no engañaba más que al turista y a los coleccionistas de tópicos: la siesta, decían. El mejor invento de la cultura española. El agosto madrileño, decían, y lo comparaban con el de Roma (el ferragosto de leyenda universal que agazapado en la sombra tampoco se protegía mal, por cierto).

En realidad, camuflados en esa ciudad desierta en que los taxistas iban con los pantalones arremangados y en algunas oficinas se bebía aún de botijo, los más listos, disfrutábamos de cuantiosos privilegios. Madrid venía a ser una suerte de paraíso fiscal, no sé si me explico, en el que unos pocos veteranos nos aprovechábamos de la bisoñez de una mayoría engañada por las películas de amor y yate.

El silencio, por ejemplo. El primer privilegio de Madrid era un silencio tan inesperado que rayaba en lo sobrenatural y provocaba que pasáramos de ser la ciudad más ruidosa de occidente a ser casi como Lausana. Casi porque si por un lado ese era siempre el mes elegido por el vecino para cambiar el parqué del salón -y maldita la necesidad que tenía el salón de cambiar el parqué-, era en cambio difícil escuchar teléfonos móviles, y en Lausana se escuchaban incluso en agosto. Con el silencio se ensanchaban las calles, aparecían estacionamientos ante las puertas y las piernas se alargaban, y en aquel restaurante donde en febrero cabían 10 personas y había que reservar, en agosto, si permanecía abierto, cabían una y media y se podía tener razonables expectativas de ser atendido, incluso, con buenos modales.

Porque otra magnífica cosa que sucedía es que casi todo cerraba, incluida la televisión, que programaba cosas completamente invisibles para quien no quisiera caer en el pesimismo más oscuro sobre la condición humana. Todo ello, aparte de quioscos demasiado lejanos, favorecía el cultivo de placeres largamente pospuestos. Uno podía desarrollar su talento natural para las ensaladas y el ajedrez, reconciliarse al fin con sus plantas tras un invierno egoísta,- leer La Eneida, escribir cartas-cuento, o llamar a aquella mujer apenas sugerida en el invierno, y que, naturalmente, pertenecía a la secta de los iniciados en agosto.

Luego venía el gran placer de las librerías pues en agosto ya no le ponían música de bakalao. Los que le ponían bakalao a los libros porque en realidad los odiaban se habían ido con su pesca a esa inmensa ruta internacional de bakalao en que se convertían en verano la Península y las islas. Sin el acoso de los títulos geniales de la temporada, era otra vez posible tener amores fulminantes, como entonces, a 175 pesetas la obra maestra. Eso me pasó a mí con Leo Perutz en un saldo de uno de mis últimos agostos afortunados. Madrid, en definitiva, se volvía periferia, y eso, para una capital -capital política, futbolera, del ruido o de lo que sea-, resulta un inmenso privilegio.

Y quedaba lo mejor. Lo mejor era saber que uno se iba a marchar en septiembre. O en octubre si se conseguía un lúcido escepticismo ante el dogma indiscutido de que el edén fue un rosario de playas nudistas olorosas a paella y a Nivea. Para entonces, en el otoño amarillo y feliz, los agitados idos de agosto ya habrían vuelto.

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