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Historia de un proscrito

Envuelto en su capote de campaña, todavía por despertar debidamente, el oficial de guardia examinó el salvoconducto y se dispuso a verificar aquella firma en el tomo de registros. Su dedo índice acometió el canto del libro, se abrió paso entre las hojas y por fin, tras varios intentos fallidos, tropezó casi al azar con la página que contenía las rúbricas de los agregados a la sede prefectoral. El oficial cotejó entonces las firmas, dio su visto bueno al documento y volvió a doblarlo por la mitad antes de entregárselo a su legítimo portador. Este, de pie, sin decir palabra, tomó el salvoconducto y salió del puesto ajustándose la capucha. Empezaba a llover. El personaje, un modesto escribano que atendía al nombre de Hermolao, iba vestido con notable sencillez: túnica -negra, cordón a la cintura y unas sandalia de cuerda que se dirían muy comidas por el uso. También él era ya viejo, pero no se arredraba ante los picotazos del clima y aquella lluvia fina no le haría flaquear en presencia de los romanos. En ello, precedido por el lamento de sus goznes, se abrió un portillo en la fachada y durante unos segundos asomó al mundo la silueta de un patio ajardinado, oscuro y muy profundo. Un esclavo se aproximó entonces al visitante y le invitó a pasar con un gesto leve. Parecía un hombre cultivado y eficiente. "Griego", pensó entonces Hermolao; y luego echó a andar con cierta fatiga, algo tristón, sintiendo en su nuca el inquietante mirar de los soldados romanos.Reinaba, en el interior del palacio, una penumbra agobiante, mitigada sólo en parte por las antorchas fijas que indicaban el comienzo de un corredor. El esclavo, portando un enorme candelabro de cinco brazos, guió a Hermolao hasta los reservados del torreón norte y desde allí tomó unas escaleras que conducían al piso superior. Una vez arriba, se adentró por un pasillo, giró a la izquierda en un rellano y se detuvo poco después junto a una gigantesca puerta de roble en la que podía distinguirse, contramarcado a media altura, el sello del emperador. El esclavo tocó con los nudillos y retrocedió respetuoso unos centímetros. Entonces, coincidiendo con una oleada de luz que alcanzó buena parte del rellano, se abrió por sorpresa la puerta y tras ella surgió un hombre de gran estatura, muy impetuoso, actuando como si le acuciara una emergencia. Vestía camisa de seda y zahones de algodón, y guiñó un poco los ojos para indagar en la penumbra. Un instante después, reconociendo la diminuta figura de Hermolao, extendió los brazos y se abalanzó con una sonrisa hacia él, atrapándole en un sobrecogedor abrazo de oso.

Una vez en la habitación, Hermolao reparó con asombro en la riqueza de aquellos aposentos. Era la primera vez que visitaba el palacio y, si bien no gustaba en exceso de la suntuosidad, tampoco pudo eludir un punto de admiración ante tanto refinamiento. Había acudido allí para encontrarse con su buen amigo P.... nombrado el año anterior médico de cámara del emperador en Nicomedia, y a quien no veía desde entonces debido a las muchas obligaciones de su cargo. Ambos hombres, de origen y condición muy diferentes, compartían sin embargo un secreto de la mayor importancia: eran cristianos, y uno de ellos, el propio Hermolao, incluso sacerdote, responsable en el pasado de la conversión de su amigo. Aquello constituía un gravísimo delito, castigado con la muerte, y Roma no solía contemporizar al respecto, ni siquiera en una remota provincia.

Sucedía todo esto en el año 305 de nuestra era, por el mes de enero, y aquélla fue la última noche que pasaron juntos: Hermolao moriría ese mismo invierno, aniquilado por las fiebres, y sólo unos meses despues, tras la denuncia de un centurión que buscaba ganarse el reconocimiento de sus superiores, P... se ría detenido bajo la acusación de conspirar contra el emperador, Maximiliano Augusto, el cual, tras conocer que su médico de cámara admitía y reafirmaba en público su condición cristiana, ordenó finalmente ajusticiarle, no sin antes hacerle padecer el amargo trago de la tortura. Por entonces ya se habían desatado los rumores que señalaban al médico como un santo, como un hombre justo, generoso y noble, responsable de numerosas intervenciones milagrosas; y tál vez por ello, mientras su cadáver era trasladado hacia la fosa común, alguien aprovechó la ocasión y se hizo con unas gotas de su sangre. Unas gotas de sangre que de modo regular, desde hace 18 siglos, se despiertan en el interior de una ampollita, modifican su estructura molecular y se licuan en un guiño a la inmortalidad. Este fenómeno, mitad historia, mitad rumor, mitad leyenda, ocurre en una vitrina de la iglesia de la Encarnación, cada 27 de julio, y su responsable es un antiguo médico de cámara que en lo mejor de la vida sufrió un traspié: san Pantaleón.

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