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Tribuna:Relatos de Verano
Tribuna
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Un viaje portugués (3)

Julio Llamazares

Por Pero no hay mal que cien años dure, y menos en carretera. El viajero lo sabe por experiencia y lo comprueba de nuevo cuando, al doblar una curva -la enésima desde Bragança-, avista el pretil de un puente y, tras él, en el barranco, el río que lo sostiene. Es el Tuela, que viene de Montezinho y trae aires de la sierra. Y que, antes de seguir su ruta, seguramente cansado de pelearse con las montañas, se detiene un instante a descansar bajo el puente.No es el único, no obstante, que lo ha hecho esta mañana. Al otro lado del puente, en la ladera contraria, unas pequeñas casitas señalan la presencia de personas (aunque no se vea a nadie a su alrededor) y, más allá, en una curva, un caminillo conduce por el terraplén abajo hasta la orilla del río donde docenas de coches vigilan entre los árboles la comida o el baño de sus dueños. Hay muchos, quizá doscientos, dispersos entre los coches o bajo las salgueras de las orillas, que algunos han convertido, ayudándose de toallas y sombrillas, en improvisados toldos y campamentos. Otros, los más osados, están sentados directamente sobre la arena. Es falsa (en realidad son piedras), pero desde la carretera da la impresión de una playa que el río hubiese formado en el fondo de esta hoz estrecha y breve, pero que constituye un oasis en medio de tanta aspereza. Al viajero, por lo menos, después de lo que ha pasado, y con el calor que hace, así se lo parece.

Y lo demuestra. Por el terraplén abajo, cuando llega al otro lado, se lanza a tumba abierta hacia el barranco (ahora, sí, las aceiteras se vuelven locas del todo) y, tras aparcar el coche en el primer sitio libre que encuentra, cosa que no le resulta fácil, coge la toalla y el bañador y se va en busca de un árbol que esté a la orilla del agua y todavía no tenga dueño. Tampoco resulta fácil (hay gente por todas par tes), pero lo encuentra: en una roca pela da, pero a la sombra, en el estrechamiento que el río forma en el medio, de la poza donde se bañan y se solazan los que aún no están comiendo. Es ya la una del me diodía, que es. la hora del almuerzo en Portugal.

El viajero, aunque español, saca también su comida (la que se procuró en Bragança: melocotones de Oporto y uvas e higos de Trás-os-Montes) y, antes de tirarse al agua, da buena cuenta de ella. Tenía hambre desde hace rato. Luego se baña en la poza y, a continuación, ya fresco, enciende un cigarrillo y, desde su observatorio en la roca, observa el mundo que le rodea. Está más en calma ahora con el sopor del almuerzo. Cerca de él, entre dos árboles, una pareja ha puesto una hamaca (que, por supuesto, comparte: el amor lo puede todo) y, alrededor, varios chicos sestean sobre las rocas como si fueran una colonia de cocodrilos en un río de la selva. Son de los pueblos de alrededor, pero algunos deben de vivir en Francia a juzgar por sus nombres y por su acento. De vez en cuando, alguno se mueve y se desliza hasta el agua para refrescarse, pero, por lo general, permanecen quietos como los cocodrilos que imaginó el viajero. Sobre todo, las chicas, que son las que éste mira con especial atención, amparado en su puesto de privilegio.

De repente, sin embargo, un ruido rompe la paz del río. El ' ruido se despeña por el terraplén abajo, envuelto en una gran nube de polvo, y tras ésta aparecen dos motoristas enfundados de arriba abajo en sendos trajes de cuero negro. Los motoristas -gafas de sol, patillas de hacha, botas de caña y pañuelos de pirata en la cabeza- irrumpen con sus motos en la orilla, casi en el agua, y, tras acelerarlas a fondo dos o tres veces (por si acaso alguien aún no se había fijado en ellos), las abandonan bajo los árboles y atraviesan el río por una tabla que hace las veces de pasarela, ante la curiosidad de las cocodrilas, que han despertado de su letargo y se incorporan para mirarlos, cosa que ni siquiera han hecho aún con el viajero. Aunque ya está acostumbrado a esos desprecios, sobre todo en el verano, que es cuando un hombre de verdad da la medida, en bañador y a pelo, el viajero no puede menos que sentir un odio sordo hacia aquéllos. Por la. discriminación y por interrumpirle el sueño. El viajero, mirando las cocodrilas, se había quedado traspuesto.

Los motoristas, que resultan ser amigos de los dueños de la hamaca, para mayor oprobio, acampan justo a su lado. Lo hacen con gran escándalo, sabedores del impacto que su llegada ha causado entre los bañistas y de que todos están ahora pendientes de ellos. Sobre todo, las cocodrilas, que parecen muy contentas y animadas de repente (alguna, incluso, ha vuelto a tirarse al agua y chapotea dando grititos junto al viajero). Al final, desesperado -y, aunque no lo reconozca, humillado en lo más hondo de su orgullo-, éste recoge sus cosas (la fruta que le sobró) y se va en busca del coche antes de que sea tarde. Con el revuelo que se ha formado con su llegada, el viajero no quiere ni imaginar lo que pasará en el río cuando los motoristas se queden en bañador.

Clotilde Graça sacristana de Vinhais

Hasta Vinhais, el paisaje siguió siendo igual de pobre que entre Bragança y el Tuela. Robles, chaparros y escobas y algún olivo junto a los pueblos. Tan sólo uno, y pequeño, en la carretera: Vilaverde; los demás, desperdigados por los montes o adivinados apenas tras las leyendas de los carteles. Así que llegar a Vinhais fue como hacerlo a otro oasis para el viajero.

Vinhais es pueblo grande y con historia, aunque no tanta como Bragança. Echado en una loma frente al Tuela, cuyo curso tortuoso domina desde lejos, tiene un castillo y un par de iglesias -la de Sâo Facundo y la de Santo Antonio-, aparte de un convento -el de Sâo Francisco-, y conserva todavía algunos restos de la muralla que le mandara hacer Don Dinis, el rey que fortificó todo Trás-os-Montes y el único al que los portugueses llaman así, sin él número, con una extraña mezcla de familiaridad y de respeto. Fue, sin embargo, el abuelo de este, Sancho II, el que, según los libros, fundó Vinhais allá por el siglo XIII.

Pero el viajero, ahora, no tiene muchas ganas de historias. El viajero lleva ya mucho rato conduciendo y, con los 34 grados que hay ahora en los termómetros, lo único en lo que piensa es en aparcar el coche y en tomar una cerveza en el primer bar que encuentre. Bares en Vinhais hay muchos, pero aparcamientos pocos, entre otras cosas porque la calle principal del pueblo es la propia carretera de Bragança que se estrecha al adentrarse entre sus casas para poder dejarles sitio a las aceras. Al final, tras muchas vueltas, el viajero encuentra uno, seguramente prohibido (está justo en una esquina), y regresa caminando hasta la plaza que vio al entrar en el pueblo. Es una plaza moderna (aunque Vinhais tiene mucha historia, su caserío es bastante nuevo), con un jardín en el centro y atestada de cafés desde cuyas terrazas y soportales cientos de hombres miran pasar los coches mientras escuchan la música que suena a todo volumen en los altavoces del ayuntamiento. A simple vista, parece que en Vinhais todos están ociosos.

En el Café Leâo, por ejemplo, un local amplio y oscuro en el que el viajero entra para tomar su cerveza, docenas de parroquianos están jugando a las cartas ajenos a la música y al ruido que suena fuera. Ruido hacen ellos también bastante cantando cada jugada y golpeando las mesas. El viajero aguanta un rato hasta que se repone de los 34 grados-, pero al final sale del café y se va en busca de paz hacia la iglesia que está enfrente de la plaza, en la parte alta del pueblo, y que imagina estará más tranquila que los alrededores de la carretera.

En efecto. Aunque la música se sigue oyendo, en cuanto el viajero se aleja de aquélla -y, por extensión, de la carretera-, deja atrás el bullicio de Vinhais y se sumerge de golpe en un mundo de callejas en las que el tiempo se ha detenido hace varios siglos y en las que sólo los perros y algún coche despistado interrumpen con su paso el silencio de la siesta. Hay casas muy bien cuidadas, como la del abogado don José de Freitas, y otras cuajadas de flores, algunas hasta parecer palacios si no fuera por lo humilde de sus piedras. Ante una de ellas, la más florida, están jugando dos niños con un perro tan pequeño que parece sacado de un cuento de Gulliver.

-¿Cómo te llamas tú?

-Tiago.

-¿Y tú?-Pedro.

-¿Y el perro?

El perro no tiene nombre o, por lo menos, los- niños no lo saben o no quieren decírselo al viajero. El perro mira al viajero con miedo y se esconde acobardado tras los niños. Sabe que están hablando de él.Tiago y Pedro, en cambio, no le tienen ningún miedo. Al revés: dejan sus juegos y le acompañan hasta la iglesia por la pequeña calleja que bordea la muralla (los trozos que aún sobreviven) y desde la que se domina todo

Vinhais y los bancales de vides que bajan hacia el Tuela. La iglesia, de granito, está encalada, como la mayoría de las iglesias de Tras-os- Montes, y tiene una gran torre con campanas y un pelourinho a la puerta. Aunque la gravedad de fa picota y del granito se vea hoy atenuada por los cientos de bombillas de colores que recorren la fachada y el tejado de la iglesia y que se encenderán esta noche para iluminar la fiesta.

-¿Qué fiesta?

-La de la padroeira -le dicen muy contentos al viajero sus amigos Tiago y Pedro.

Los niños, en su papel de guías improvisados, y el perro, que al parecer le ha perdido el miedo, le acompañan serviciales hasta el interior del templo. La puerta está abierta de par en par y se oyen voces cercanas, pero no se ve a nadie dentro. Sólo los santos, que contemplan impasibles su llegada y ni siquiera se inmutan por ver a un perro en la iglesia.

Tampoco se sorprenden las mujeres que, tras recorrerla entera, el viajero encuentra al fin en la sacristía y que son las propietarias de las voces que venía oyendo desde que cruzó la puerta. Son tres, y están barriendo la iglesia y preparando las flores que adornarán

el altar en la misa que se celebrará mañana en honor de la padroeira. La Virgen de la Asunción, según le explican a coro las tres mujeres.

Una de ellas, la más vieja, en seguida se ofrece para enseñarle la iglesia. Se llama Clotilde Graca y es la sacristana de ésta, aunque, como ya tiene muchos años, está adiestrando a una sustituta, que es la mayor de sus compañeras.Clotilde, pese iglesia; a todo, conoce bien su iglesia:

-Este es San Sebastián... Esta, la Crucifixión... Ésta, la Virgen... Éste de las barbas, Judas... -le va diciendo al viajero, mostrándole las imágenes, mientras recorren el templo.

-dice el viajero, extrañado.

-Judas Tadeo. El bueno -precisa ella.

-¡Ah! Pensé que era el Iscariote -dice el viajero riendo.

La mujer se ríe también (con sus dos únicos dientes) y sigue nombrando santos mientras recorren la iglesia. Anda por ella como si fuera su casa. Se le nota que está orgullosa de ella.

-¿Y le pagan por cuidarla? -le pregunta el viajero, más pragmático.

-¿Quién?

-No sé, el cura...

-¡Qué!-dice la vieja, sonriendo.Si el pobre no tiene ni para él... Lo hago yo porque quiero.

-Pues irá al cielo.

-¿Quién, el cura?

-No, usted.

-¡Ah! -se ríe la sacristana cuando por fin le entiende- Si soy buena...

Buena lo es, y mucho, y el viajero da fe de ello. Hasta que no le enseña toda la iglesia no para, y lo hace con interés y cariño, aunque sin muchos conocimientos. De la iglesia sólo sabe, por ejemplo, que es la más vieja del pueblo, y del confesionario, una magnífica pieza labrada, posiblemente del XVIII, que hace años que ya no se utiliza porque los curas de ahora son muy modernos.

-Será que ya no hay pecados -Insinúa el viajero, poniendo cara de bueno.

-¡Uff! Si yo le contara... -exclama la sacristana, enseñándole al reírse los dos dientes.

Tiago y Pedro, mientras tanto, les siguen entre los bancos, subiéndose a los altares y jugando con el perro. Al fondo, en la sacristía, se oye hablar a las otras, que siguen con su trabajo mientras su compañera le hace de guía al viajero. Ya han llegado ante la puerta.

-Bueno, Clotilde, pues muchas gracias.

-De nada -responde la sacristana mientras recoge la escoba para volver a su puesto.

Pero el viajero tiene aún una última pregunta para ella:

-¿Y éste, cómo se llama?

-¿Cuál?

-El perro.

-¡Ah! Guilherme -le dice la mujer, mientras el aludido, asustado, se esconde al oír su nombre entre las piernas de la mujer, que resulta que es su dueña.

-Pues hasta luego, Guilherme -saluda el viajero al perro, despidiéndose a través de él de la mujer y de sus amigos Tiago y Pedro.

Continuará

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