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Ni iba ni venia

Un pasajero del vuelo 0786 de la HMA, procedente de Atlanta, vía Nueva York, que llegó ayer a las 18.00 al aeropuerto de Barajas, creó un gran desconcierto entre las autoridades policiales, aduaneras y de inmigración, hasta el punto de que alguna de ellas tuvo que recibir asistencia psiquiátrica, filosófica y espiritual de urgencia.A esa hora el aeropuerto estaba literalmente tomado por gran cantidad de gente que partía para el segundo turno de vacaciones, y por una muchedumbre aún mayor que habían acudido a recibir, con pancartas, grupos de danza étnicos y fuegos de artificio, a numerosos atletas de regreso a España después de haber realizado una de las mayores gestas del deporte nacional de todos los tiempos, en una olimpiada -como nos ha mostrado la televisión española, a la que habría que dar una medalla al patriotismo- en que España se enfrentaba al resto de la humanidad. Sólo Barcelona 92 se le podía comparar, pero es que Barcelona fue otra cosa. ¿Será posible igualarla alguna vez?

Según testigos presenciales (difíciles de reunir por cuanto al principio nadie notó nada), las dos colas de pasajeros se deslizaban con normalidad ante los dos puestos de control de pasaportes cuando una de ellas -no la de europeos, sino la de otros-, aunque por lo general se desliza lentamente, esta vez se detuvo en seco: uno de los pasajeros carecía de pasaporte. No es que su pasaporte fuera el de un cuartomundista inexistente (aunque se vean algunos) o de un tercermundista de alguna lista de nacionalidades prohibidas, o de un segundomundista políticamente incorrecto. Es que no tenía pasaporte.

Ni que fuera eso tan excepcional, dirán algunos. De apátridas sin pasaporte están llenas las pateras del Estrecho y las dependencias para pasajeros en tránsito de los aeropuertos del primer mundo, en espera de su deportación al desierto o a la selva. Lo que detuvo en seco la cola para otros del aeropuerto de Barajas es que nuestro hombre no tenía ningún tipo de pasaporte: no tenía el cuadernillo con la foto de delincuente plastificada, ni un DNI, ni un carné de estudiante para rebajas en los museos, ni un pase olímpico, ni una tarjeta VISA, ni un resto de entrada al estadio del Real Madrid Club de Fútbol. Tampoco tenía un evidente aspecto de terrorista, como dijeron algunos pasajeros del sujeto que desvió el otro día un avión a Miami, ni el típico aspecto de hombre de negocios (sic), ni el de turista con bermudas, ni el de solitario en busca de turismo sexual en el Caribe, ni el de deportista en las tres modalidades de triunfante (oro y plata), consolante (bronce y cuarto) o derrotado (el resto). Ocurre que el hombre en cuestión no tenía aspecto.

¿Comprenden ahora la gravedad del caso? No sólo no era posible adjudicarle una nacionalidad, de la categoría que fuera, sino que además ni siquiera era posible meterlo en una de esas frases-cajón que nos resuelven las conversaciones y nos alivian la angustia de la identidad. Los policías buscaron en las -listas de gente prohibida y no encontraron ni rastro del sujeto. Los expertos de la Interpol no consiguieron identificarle las huellas, ni los ojos, ni la voz, ni el ADN, ni os impuestos. Demandado por los altavoces un sociólogo con urgencia -eso fue lo que llamó la. atención de la multitud-, se presentaron dos barbudos con bermudas que iban y venían de vacaciones a sendas universidades de verano y confesaron atónitos que no podían encasillar al individuo en ningún grupo poblacional: ese hombre, ni sí ni no, ni todo lo contrario: simplemente no jugaba a eso. Se repasaron las listas de socios de los clubes de fútbol y no apareció, ni tampoco en la de divorciados, videoadictos y ludópatas con la entrada prohibida a los casinos.

Lo que demostraba que había llegado la hora de los científicos era que, en medio de las aclamaciones a los patriotas que regresaban de Atlanta cargados de triunfos, había gente lo suficientemente cotilla como para mirar hacia el lugar donde se arremolinaban policías, Interpol, sociólogos y nuestro hombre. A diferencia de él, que no parecía ni interesado ni desinteresado, había ciudadanos que encontraban el modo de apartar la vista del momento histórico para fijarse en ese pequeño incidente fronterizo. La situación, como se ve, se había puesto seria.

Llamados los científicos, los quirománticos se limitaron a decir que el hombre era un guapo extranjero; los economistas no supieron encontrarle la clase; los astrólogos no confirmaron ni desmintieron que se tratase de un profeta; los arquitectos, como siempre, quedaron estupefactos pero fascinados; los sicólogos dijeron que necesitaban tiempo, y los antropólogos se estaban inclinando sobre el cráneo para buscarle la lengua vernácula cuando una médica de familia que pasaba por ahí hizo observar a los presentes que el hombre no tenía ombligo. Y sin ombligo que contemplarse y a partir del cual comparar y ser comparado, ¿cómo iban a reconocerle? Ni siquiera en Madrid, ciudad cosmopolita y acogedora con el extranjero. Incluso aquí todos tenemos ombligo.

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