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Tribuna
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Aforismos

Algunos forasteros (entre ellos Lluís Llach) opinan que lo mejor de Madrid son los madrileños. Entendido; y se agradece la flor. Sin embargo, a medida que se repasa el mensaje, más le acecha a uno la duda. En realidad, estas personas nos vienen a recordar la existencia de un Madrid paralelo, inmaterial y truculento, ajeno a sus ciudadanos, aunque no por ello menos tangible. De un Madrid torvo y frío sumergido en el poder. El Poder, con mayúscula y en cursiva, para significar su condición de enemigo. Un concepto que estremece a todo hombre de bien y que contamina al inocente por una simple cuestión de proximidad. En esta ciudad, sin ir más lejos, tenemos marca de origen. Estamos en el ojo del huracán y formamos parte, a nuestro pesar, de una vieja fábula que permanece viva gracias a los caprichos de la inercia.El fatalismo, pues, nos condena, pero sin argumentos objetivos. Pasaron esos tiempos en los que Paco Martínez Soria llegaba a la capital, ponía ojos de mochuelo, se rascaba la boina y le hacía reverencias al neón. Hoy en día, el mundo ha cambiado de estrategia y se inclina más bien hacia los chips. Las distancias han perdido influencia. La vida no se concibe sin ordenadores, sin antenas parabólicas o sin teléfonos móviles. Nos observan los satélites, nos dominan las ondas y apenas operamos sin la intervención de algún impulso eléctrico. Toledo, Lyon, Génova o Zamora: todas las ciudades viven a la par y se saludan por Internet. Quizá los hombres de negocios sí estén obligados a viajar con frecuencia a la capital, como a Barcelona o Valencia, pero nunca en calidad de víctimas, sino todo lo contrario: ellos son, en buena medida, los causantes del entuerto y sería un despropósito compadecerles.

Ciertamente, Madrid no carece de privilegios propios. En concreto, tenemos el Retiro, centro mundial de la melancolía, y bastantes árboles, y también un mínimo interés en todo aquello que afecte a la procedencia de las personas. Una actitud muy saludable, desde luego, aunque insuficiente para alardear, ya que son las ciudades quienes moldean a sus habitantes, y no viceversa.

Sin embargo, no es sólo indolencia, frialdad o pereza lo que nos mueve. También hay sosiego y placidez en la postura. Un ritmo pausado que se altera cuando de repente, en alguna parte, lejos, alguien se interesa por tu lugar de origen y te obliga a recordar. Momento peligroso, propenso a los descuidos, en el que uno puede quedar desguarnecido y recibir un zarpazo de importancia. Lo llaman nostalgia, soledad, o añoranza, pero técnicamente se trata de una dejación de funciones.

Y no está permitido avergonzarse: es preciso apechugar con el lastre y admitir la presencia de ciertas zonas oscuras en nuestro ser; descubrirlas incluso, pese a las consecuencias. Mi primo Cris, por ejemplo, alias Cri-cri-cri, me mira de un modo extraño desde que un día reconocí en voz alta que Brahms me gusta más que Mozart, aun reconociendo que este último sujeto no componía mal del todo. Lo dije en un arrebato de sinceridad, echándole narices al asunto, pero no me salió bien la jugada y desde entonces mi primo se muestra hosco. No quiere jugar al billar conmigo, no le interesan mis opiniones, y por si esto fuera poco, ya le he sorprendido un par de veces llamándome hereje por lo bajo. Espero llegado el momento, que mis 12 ó 13 lectores fijos sepan mostrarse más comprensivos.

Y es que todavía no he logrado relajarme. Sigo con la mosca tras la oreja y dándole vueltas al recado de Lluís Llach. A esa idea de que los madrileños son lo mejor de Madrid. De acuerdo: y lo mejor de la música, las notas, se me ocurre a mí. Aforismos, en suma, granujas de guante blanco que a veces se disfrazan de silogismo, contraviniendo la ley.

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