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Los escarmientos de la memoria

Hoy hace 60 años, el viernes 17 de julio de 1936, se iniciaba a media tarde en Melilla la sublevación militar que desembocaría en una sanguinaria guerra civil de tres años de duración y una dictadura de cuatro décadas. Los conspiradores, a las órdenes del coronel Solans, adelantaron unas horas sus planes por temor a ser descubiertos; el general Romerales, leal al Gobierno legítimo de la República, sería detenido en su despacho a punta de pistola por el teniente coronel Seguí y más tarde fusilado. Desde Melilla la insurección saltó a Ceuta (con el coronel Yagüe a la cabeza) y a todo el Protectorado; dos días después Franco aterrizaría en Tetuán, a bordo de un Dragón Rapide procedente de Las Palmas, para tomar el mando del Ejército de África.Como señalan Stanley Payne y Javier Tusell en una recopilación de trabajos sobre La Guerra Civil (Madrid, 1996) publicada bajo su dirección, el conflicto bélico español afectó a la vida cotidiana de millones de personas y creó sentimientos, "de odio, de piedad y de entusiasmo" que durarían largo tiempo en el recuerdo. La memoria de la guerra civil y la voluntad de impedir la repetición de sus horrores desempeñaron un papel decisivo a la hora de posibilitar la transición desde el franquismo hasta la democracia y de cerrar el paso en 1981 al golpe de Estado militar del 23-F, directamente inspirado por la sublevación de 1936; el sistema constitucional ha pasado luego con elevadas notas dos exámenes definitivos para probar la autenticidad de sus instituciones: si la izquierda democrática conquistó el poder con plena normalidad en 1982, la derecha democrática ha seguido idéntico camino en 1996.

Además de los cambios estructurales y culturales producidos en la sociedad española durante la segunda mitad del siglo XX, la memoria histórica de la trágica inutilidad de la violencia para dar respuesta a los conflictos políticos, redistributivos, territoriales, ideológicos y religiosos confirió, así pues, un firme fundamento emocional a la generalizada aceptación por los españoles de las reglas de juego democrático como procedimiento para solucionar o sobrellevar sus problemas y sus pleitos. Ahora bien, las vivencias de la guerra civil se debilitan a medida que el transcurso de los años va remozando demográficamente la pirámide de población: mientras los combatientes en las trincheras o los testigos de los crímenes perpetrados en la retaguardia son ya una reducida minoría social, más de la cuarta parte de los españoles ha nacido después de la muerte de Franco y otro porcentaje similar no alcanzaba la mayoría de edad en el arranque de la transición.

Siguiendo la distinción establecida y analizada por Rafael Sánchez Ferlosio en su ensayo La señal de Caín (Claves de la Razón Práctica, nº 64), cabría conjeturar que la mayoría de los actores de la guerra civil española sintieron remordimiento, antes que arrepentimiento, al recordar en la distancia aquellos terribles años. Pero las vivencias de un conflicto fratricida librado hace seis décadas, resultarán en el futuro insuficientes como argumento para excluir cualquier vía de resolución de conflictos que no sea la democracia; la experiencia del País Vasco, donde los jóvenes militantes de Jarrai nacidos tras la muerte de Franco y socializados políticamente en el marco constitucional y autonómico se apoderan de las calles al estilo fascista y apoyan con su acciones el terrorismo de ETA, no sólo pone de manifiesto la mortífera potencialidad del nacionalismo para la violencia (tan evidente en la tragedia de la antigua Yugoslavia) sino que invita a reflexionar sobre la necesidad de fundamentar emocionalmente las instituciones democráticas sobre bases menos perecederas que la escarmentada memoria de la guerra civil que comenzó en Melilla un día como hoy hace 60 años.

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