El Mediterráneo sigue esperando a Europa
Ya hemos tenido mil y una ocasiones de enumerar las dificultades que conoce el Mediterráneo: un mar que parece abocado al destino de un mundo ex. En noviembre de 1995 se celebró en Barcelona una gran reunión europea y transeuropea dedicada a nuestro mar en su conjunto. En ella, los países ribereños alcanzaron un acuerdo sobre la absoluta necesidad de ayudar a esa zona asolada por toda clase de desgracias.Los Estados miembros de la Unión Europea se dieron cuenta de que sería difícil hacer una nueva Europa sin esta cuna de Europa. En El Cairo, el presidente francés se convirtió en el heraldo de una política euromediterránea que aún está por definir. Miles de millones de ecus comunitarios permanecen a la espera de unos proyectos que tardan en articularse. Efectivamente, en el pasado ya se concluyeron muchas cartas o convenciones semejantes que prometían un futuro más luminoso a esta parte subdesarrollada de nuestro mundo; se firmaron numerosas declaraciones en Venecia, Sofía-Antípolis, Malta, Mallorca, Génova, Marsella, Nápoles, Split, Túnez... Un plan azul muy loable, concebido y formulado en Francia, proyectaba el futuro del Mediterráneo con vistas al "horizonte del 2025".
¿Qué queda de todo eso?
Los resultados han sido pocos, hasta el punto de que todo discurso sobre el futuro corre el riesgo de perder su credibilidad. Ahora estamos a la espera del periodo pos-Barcelona. ¿Las generosas conclusiones de dicha conferencia correrán la misma suerte que las cartas precedentes?
¿Qué hacer para que no sea así?
Un grupo de intelectuales (italianos y europeos en general, árabes, judíos y otros), reunidos en el marco del Laboratorio Mediterráneo de Nápoles, hemos elaborado una reflexión sobre los temas que puedan, si no entablar el diálogo, al menos identificar los obstáculos a que se enfrenta. Estas pocas observaciones intentan definir una situación que caracteriza un mar rodeado y desgarrado por tres creencias religiosas. Esto es sólo el inicio de un interrogante a largo plazo, que nos parece indispensable, y al que deberían seguir otros más elaborados.
Para aclarar algunas similitudes o diferencias en las relaciones de los pueblos mediterráneos con el mar resulta útil recordar, junto a los hechos de carácter histórico o geopolítico, el papel que pueden desempeñar la variedad de creencias o mitologías. Los antiguos pobladores del Mediterráneo ofrecían sacrificios al mar: caballos, toros, etcétera, símbolos de la fuerza o de la fecundidad. Las divinidades marinas tenían un lugar particular en sus panteones. El paganismo se caracterizaba por una actitud ambivalente: temor ante un mar lleno de incógnitas y admiración ante un espectáculo no igualado por ningún otro. La lengua griega poseía varias denominaciones que distinguían la multitud de los aspectos marítimos: materia o contenido (hais), presencia, ruta o extensión (pontos, pelagos), naturaleza o acontecimiento (thalassa). Estos nombres podían unirse o combinarse y multiplicar así sus significados: materia-extensión, naturaleza-contenido, presencia-acontecimiento. Esto demuestra, entre otras cosas, la inmensa riqueza de las relaciones con el mar.
La Biblia y el Talmud dan varios nombres al mar Mediterráneo: el Gran Mar (yam hagadol, Jos. 1,4), el Mar Que Está Detrás (yam ha-ajaron, Dt. 11,24), el Mar Filisteo (yam p'listim, Ex. 23,31). La palabra semita yam designaba indistintamente todas las grandes extensiones de agua: mares, lagos, ríos... Lo mismo ocurriría después con numerosos pueblos que temían los horizontes sin fin que ofrece el espectáculo del mar: romanos al principio, eslavos después, germanos, árabes, turcos...
El pueblo elegido, todavía en Egipto, compartía con los súbditos de los faraones un profundo temor a los pueblos del mar. Esta actitud está implícita en el Antiguo Testamento, igual que en los textos talmúdicos. Forma parte de nuestra tradición, de nuestra visión del mundo o de nuestra fe. La mención de los pueblos del mar se encuentra en la gran inscripción de Merenptah. El papiro conocido como Harris enumera algunos de estos pueblos: serden (tal vez los sardos), weses, tekker, denen, pelestel (¿filisteos?). La maldición de los filisteos, "los incircuncisos", figura en el Antiguo Testamento. En el Éxodo (14), las aguas del mar se separaron, y el pueblo, precedido por Moisés, pasó por él seco: no navegó. Jonás empleó un animal marino, presentado a menudo como una ballena, para desplazarse por el mar: Jonás significa en hebreo paloma, no gaviota.
El mar bíblico está poblado de monstruos como Leviatán o Rahab. Daniel ve "cuatro grandes bestias que surgen del mar". San Juan, en el Apocalipsis, habla de una "bestia horrible con siete cabezas y diez cuernos" que sale de las olas, y prevé la desaparición del mar tras el juicio final. El ruido del oleaje se compara con la rebelión de las naciones contra Dios (Is. 51). Jesucristo camina sobre la superficie de las aguas utilizando palabras de exorcismo: "Calla, enmudece". (Mt. 4). Sólo Dios es más fuerte que el mar. Este último supone un peligro, o incluso un mal.
El cristianismo conservó en su herencia una actitud similar. Sin embargo, ésta se vio atenuada por los grandes viajes de san Pablo, que navegó -no sin dificultad- de Tierra Santa a la Ciudad Eterna. San Jerónimo trata de encontrar la etimología del nombre de María: veía en Mir-iam el sentido de Stella Maris. La lingüística moderna no ha aceptado esa interpretación. San Agustín nos confiesa que, "para nosotros, criaturas nacidas y alimentadas en las orillas mediterráneas (apud mediterraneos), el agua, incluso entrevista en un pequeño cáliz, recuerda el mar" (Epist. VII, 14). La evolución del cristianismo atenúa los rechazos anteriores.
Ibrí Jaldún dio testimonio del temor que experimentaban los árabes, y sobre todo los berberiscos, ante el Mar Blanco: al-bahr al-abyad. Los árabes llamaron así al Mediterráneo, y también le dieron nombres de otras naciones: Mar de los Bizantinos, Mar Sirio. Llamaron al océano Mar de las Tinieblas (al-bahr al-zulumat), y temían aventurarse en él. Su propensión marítima era limitada y ocasional. En cualquier caso, el Corán reconoce "dos mares, separados uno de otro por una barrera, sin que puedan encontrarse nunca" (LV, 19). "Las perlas y el coral vienen del mar" (LV, 22). En las metáforas figuran incluso "los siete mares". El Profeta saludó a las embarcaciones que navegaban, permitió comer todo lo que viene del mar y apoderarse de todo lo que en él se encuentra. Según algunos hadices (que figuran entre los más creíbles), también alentó a las conquistas de otros mares y recordó que una victoria marítima equivalía a diez victorias en tierra. El desierto, que según la Biblia se parece al mar, absorbió la potencia de las naciones que lo rodean: a los que luchaban contra las dunas no les quedaban suficientes fuerzas para enfrentarse al oleaje.
El mar cambia de género de un litoral a otro: es neutro en latín o en las lenguas eslavas, masculino en italiano, femenino en francés, masculino o femenino en español; posee dos nombres masculinos en árabe; el griego, en sus múltiples designaciones compuestas o superpuestas, le otorga todos los géneros.
Es difícil trazar las fronteras que separan los mares. Generalmente, estos límites no son marítimos, sino que están trazados en los continentes. Así era ayer y así es también hoy. Estas observaciones podrían probablemente ayudar a comprender algunas de las relaciones entre los pueblos que habitan los contornos del mar que muchos consideramos nuestro: Mare Nóstrum, más particular que común, dividido entre nosotros y por nosotros.
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