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Oriente Próximo: ¿otra vez la guerra?

Sami Naïr

En Oriente Próximo acecha un espectro: el de la guerra. Creíamos que había quedado relegado al museo de los horrores después del apretón de manos entre Rabin y Arafat. Sin embargo, desde la victoria del Likud en las últimas elecciones legislativas, ante nuestros ojos parece volver a proyectarse una mala película: los fantasmas de la seguridad, los acentos guerreros, la avidez colonial y el fanatismo religioso se convierten de nuevo en los actores principales de una tragedia sangrienta. El acuerdo de paz israelo-palestino era frágil, imperfecto, incoherente, ambiguo, insatisfactorio para todos, pero a la vez necesario. Su inmenso mérito residía en su mismo principio: abría una dinámica de paz al enfrentarse al problema principal, el de Palestina.Sin embargo, al desautorizar el gesto pacífico de Isaac Rabin y Simón Peres, Netanyahu, el nuevo jefe de Gobierno israelí, pretende ahora aplicar un programa que destruye en todos los puntos el acuerdo israelopalestino, no al Estado palestino, ni siquiera virtual; no a la restitución del Golán sirio, ocupado y colonizado desde 1967; desarrollo de la colonización de los territorios ocupados y rechazo a toda discusión sobre el estatuto de Jerusalén. Ése es un programa de guerra. Los Estados árabes, reunidos en El Cairo el 23 de junio, lo tienen claro: lo que ha ocurrido supone de hecho poner en tela de juicio el principio fundamental de la negociación israelo-árabe, es decir, la devolución de los territorios árabes a cambio de la paz con Israel. Por eso han llamado de nuevo a respetar las resoluciones 242,348 y 425 del Consejo de Seguridad de la ONU.

El proceso de paz se inició con esas condiciones y sólo con esas condiciones puede tener éxito. Pero la actitud del Gobierno israelí ha cambiado radicalmente: ¿qué credibilidad moral y política puede concederse a un Estado que no respeta sus compromisos internacionales, ¿Qué confianza dar a EE UU y a la comunidad internacional, que apadrinaron los acuerdo de paz? En resumen, se trata de una auténtica agresión contra los Gobiernos árabes moderados que habían apostado por la paz con Israel frente a su propio frente de rechazo.

En Oriente Próximo no hay término medio: o hay guerra o hay paz. El statu quo supone la guerra segura. La negociación es la paz posible. Aparentemente, Netanyahu ha optado por la peor de las actitudes: renegociar el statu quo. Desde luego, su victoria es frágil. El pueblo israelí desea mayoritariamente la paz. Incluso en el seno del Likud existe una tendencia realista que conoce los peligros de una ruptura brutal del proceso de paz; en cuanto a los halcones (Sharon y compañía), todavía no han conseguido imponer por completo sus ideas al actual Gobierno. Algunos observadores afirman por ello que lo que estamos viendo hoy es un simple juego circense en el que Netanyahu se las da de matasiete sólo para satisfacer simbólicamente a su electorado. Y si parece tan intransigente es, sobre todo, de cara al aliado y padrino norteamericano: Israel dispone de seis meses antes de las elecciones presidenciales estadounidenses para obtener un máximo de ventajas, seis meses en los que Clinton apenas podrá negarle nada a Israel debido al peso del grupo de presión proisraelí en Washington.

En ese planteamiento hay algo de verdad, pero supone un enfoque parcial. No tiene en cuenta ni la ecuación política personal de Netanyahu ni la evolución del contexto regional. Netanyahu ha ganado las elecciones sobre la base de una alianza entre los partidarios de la seguridad a ultranza -no necesariamente opuestos al principio de la paz- y los de un gran Israel teológico, punta de lanza de la colonización en Oriente Próximo. Al sintetizar esas dos posiciones, Netanyahu no tiene ningún margen de maniobra político: si quiere reforzar su dominio sobre el Likud y sobre su Gobierno debe bloquear el proceso de paz en curso. Su legitimidad tiene ese precio. Su problema no es táctico, sino estratégico. Lo que recusa es el principio mismo de la paz a cambio de los territorios ocupados.

Por otra parte, el contexto regional se ha transformado también estos últimos dos años. Ha habido un enfriamiento de la relación egipcio-israelí (Egipto acogió mal su marginalización por Israel a partir de los acuerdos israelo-palestinos); un acercamiento jordano-israelí susceptible de resucitar el viejo sueño de una solución jordana al problema palestino; un cambio de poder en Arabia Saudí en el sentido de una mayor sensibilidad a los intereses árabes (aunque de momento nada confirma esa impresión); un reforzamiento de la posición siria después de la catastrófica intervención israelí en Líbano; un previsible acercamiento del bando árabe e Irán después del reciente acuerdo de seguridad israelo-turco (Siria ve en ese acuerdo una maquinaria bélica contra ella; Irán, una provocación que permitirá a los israelíes llegar hasta la frontera turcoiraní; Egipto, un ataque velado contra el mundo árabe al que intenta reagrupar desde hace poco).

En resumen, los primeros pasos del proceso de paz israelo-palestino también han tenido el efecto de repartir las cartas de nuevo y recomponer sutilmente las alianzas regionales. Los hechos parecen indicar que, desde hace dos años, el mundo árabe recupera poco a poco su posición bajo la triple alianza egipcio-saudí-siria. Esta evolución, aceptable en el contexto de una dinámica de paz, lo es mucho. menos para Israel una vez que está decidido a paralizar el proceso de paz. Y, naturalmente, el núcleo duro de esa alianza es Siria, un Estado oficialmente en guerra con Israel. De ahí sólo hay un paso para que, a los ojos de los halcones israelíes, Siria se convierta en el obstáculo prioritario que hay que abatir. ¿No es eso lo que está negociando Sharon con Netanyahu?

En realidad, al Likud se le presentan hoy dos escenarios claros. El primero consiste en frenar y pudrir desde dentro el acuerdo israelo-palestino acentuando la colonización (que por lo demás no se interrumpió nunca), reforzando la represión en los territorios ocupados, humillando a los palestinos. El objetivo: deslegitimar a la OLP. Las consecuencias previsibles: un refuerzo del bando islamista, una vuelta a los atentados suicidas, un recrudecimiento

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del odio fanático por ambas partes. A largo plazo, una nueva Intifada, pero esta vez sangrienta. Arafat no resistirá a una des legitimación sistemática de la OLP y de los acuerdos de paz.

El segundo escenario, aún más pesimista, pero en absoluto improbable, es el de una radicalización regional rápida e incontrolable. Si los halcones triunfan en el juego de Netanyahu existe el riesgo de que la lógica de la guerra abierta vuelva a cobrar actualidad. El razonamiento de los halcones es conocido: el proceso de paz, sea cual sea -a no ser que consista en una capitulación árabe-palestina y, por tanto, en una neutralización de Siria-, es un peligro para la seguridad de Israel. Pone en cuestión su preeminencia regional, obliga a negociar asuntos vitales (reparto del agua, regreso de los refugiados, devolución del Golán sirio, asentamientos, etcétera) e implica a largo plazo un Estado palestino. Aunque nunca se ha presentado de forma tan cruda, la postura de los adversarios de la paz en Israel está sembrada de este tipo de razonamientos. Son exactamente simétricos a los del frente del rechazo en el mundo árabe. En esta situación, la reanimación de un conflicto con Siria pasa a ser verosímil: puede ir desde un enfrentamiento con Hezbolá en el sur de Líbano hasta contactos violentos con el ejército sirio. Con un Egipto impotente y una Siria deshecha, el problema palestino se haría manejable, desde la óptica de una solución con Hussein de Jordania. E incluso si esa solución resultara ser imposible Israel ganaría algunos años...

De momento es difícil decir qué escenario prevalecerá. Es probable que vaya tomando cuerpo suavemente una síntesis de ambas vías. Lo que sí es seguro es que el bando de la paz en Israel se enfrenta ahora a un desafio temible debido a su impotencia. Mientras el Partido Laborista no resuelva su problema de liderazgo y de alianzas no podrá ofrecer una alternativa creíble, a no ser que se produzca una situación excepcional. Aunque la opinión pública israelí está mayoritariamente a favor de la paz, no está organizada, mientras que los adversarios de la paz se encuentran en todos los aparatos estatales (como demuestra el asesinato de Rabin). En cuanto a los árabes, corren el riesgo de tener que hacer frente a una ola sin precedentes de contestación islámica. Estados Unidos no se moverá hasta el año que viene. Europa, políticamente impotente, sólo puede lanzar baladronadas. Queda la movilización internacional para apoyar más que nunca a las fuerzas de paz en ambos bandos, una actitud de enorme firmeza frente al Gobierno del Likud, y la esperanza -flaco consuelo- de que la razón y el realismo vuelvan a prevalecer en Oriente Próximo frente a los aprendices de brujo.

Sami Naïr es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de París VIII.

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Sobre la firma

Sami Naïr
Es politólogo, especialista en geopolítica y migraciones. Autor de varios libros en castellano: La inmigración explicada a mi hija (2000), El imperio frente a la diversidad (2005), Y vendrán. Las migraciones en tiempos hostiles (2006), Europa mestiza (2012), Refugiados (2016) y Acompañando a Simone de Beauvoir: Mujeres, hombres, igualdad (2019).

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