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De la guerra gálica

De la enconada guerra de los GAL en las Galias los últimos episodios judiciales son por fortuna incruentos, pero igual de inquietantes. Desechados ya fusiles y explosivos, las armas dialécticas que hoy se emplean no son de menor calibre y las arengas jurídico-políticas que se cruzan resultan aún más burdas que las que en su día debieron de pronunciarse en ciertos despachos y cuarteles. Toda esta interminable fase instructora viene siendo muy instructiva.Nos instruye, en primer lugar, sobre el sentido de la debida presunción de inocencia para con los implicados. Pues ¿cómo olvidar que esa invocada inocencia conlleva alguna simultánea estimación de culpabilidad? Si hay que mantener siempre el derecho fundamental a la primera, habrá que contar no menos con el hecho inevitable de la segunda. No se trata, claro está, de esa sospecha nacida de la insidia gratuita a la que todo quisque está expuesto por parte de la malevolencia de su vecino o de su contrincante, sino de la hipótesis verosímil que en nombre de la sociedad y sobre suficientes fundamentos emite un juez. Nadie puede ser inculpado por el guardián de la ley salvo aquel a quien apuntan indicios objetivos de culpa; ese tal es presuntamente inocente porque antes ha parecido probablemente culpable. Y la señal de que tal culpabilidad se muestra como probable es que el fiscal tiene por fin el probarla. Sólo al término del proceso judicial aquella presunción y esta otra sospecha habrán dejado paso a una sola convicción y certeza.

De manera que, social y polítícamente, el curso de ese proceso se pervierte y el juicio se toma prejuicio por dos vías opuestas. De un lado, cuando se presenta al que entretanto debe ser tenido por inocente como seguro culpable. Tan condenado está ya de antemano, que su derecho a esa presunción (y a su defensa misma) parece irrisorio. Del otro, si se exagera aquella presunción hasta el punto de que a quien puede ser tenido por culpable tan sólo se le considera inocente. Ahora, por preservar ese indiscutible derecho, se está dispuesto al abuso de negar los hechos más notorios que contraríen su pureza. El resultado es una doble predeterminación a cuál más repudiable. Si uno descarta por principio la inocencia del acusado, instaura por eso mismo la desconfianza universal sobre los ciudadanos como principio funesto. Pero, como no anticipe también en algún grado su culpabilidad, entonces lo que viene a presumir (y esta vez sin fundamento) es que los denunciantes, los policías, los testigos y los magistrados... son todos ellos culpables, bien de errores impremeditados o bien -ahí se llega- de manifiesta mala fe. Hasta las víctimas reales serían sólo víctimas presuntas. De la supuesta injusticia cometida por el procesado se pasaría a la injusticia cometida con él, sea en forma de calumnia o de prevaricación, por los partícipes en su procesamiento. Para librar del delito a los unos, se prefiere suponer delincuentes a todos los demás. En ésas estamos.

¿Y qué decir, después, del traído y llevado derecho a la no autoinculpación? Que tanto coincide con nuestro insuperable egoísmo, que nos ha de inclinar a entorpecer la justicia cada vez que pudiera sernos adversa. Ya sólo por eso es de suponer que tal derecho tendrá sus límites. Una cosa será ejercerlo mediante el silencio y otra distinta ejercerlo gracias a la mentira. Preguntemos, pues, los legos a los juristas por la frontera entre esta facultad de ocultar la verdad y la de propalar el engaño, entre la defensa legítima y la falsa imputación. Porque alguna relación habrá entre este derecho del inculpado, el no menos exigible derecho de la sociedad a conocer lo ocurrido y el de las víctimas a recibir cumplida justicia.

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Pero, defínase como se quiera esta prerrogativa, se diría que al acogerse a ella el encausado contrae unos riesgos considerables. Claro que hablamos del individuo vulgar y corriente, y no del santo que opta por responder a la acusación falaz con su mutismo para así acceder al ansiado martirio. Supuesto el natural deseo de eludir la condena, en cambio, una defensa que se encastille en no defenderse ¿no será tanto como admitir que se carece de toda defensa? En buena lógica procesal quien me acusa debe demostrar sin resquicio mi culpabilidad; sí, pero la psicología común me pide -de creerme libre de esa falta- airear cuanto antes y a los cuatro vientos las razones de mi inocencia. Es posible, desde luego, que un silencio clamoroso no haya siempre que interpretarlo conforme al dicho de que "quien calla, otorga". Sería el caso del que pretende así cargar a otro con el fardo de su crimen, o exculpar de él a su verdadero responsable o, quién sabe, exhibir su desdén hacia un tribunal ordinario para encomendarse al extraordinario -de Dios o de la patria- capaz de juzgar su conciencia con las debidas garantías. Pero no parecen éstas intenciones que procedan de una inagotable sed de justicia. Merced al torpe manejo de estas y otras figuras penales, cada vez son más los presuntos inocentes que se empeñan en aumentar nuestro presentimiento de su culpa. Y así, aquella acreditada teoría de que no importaba el color del gato, con tal que cazara ratones, se aplica ahora a la caza de jueces. Los muy probables mentirosos arguyen con escándalo que un mentiroso probado es incapaz de decir la verdad, como si no fueran parecidos motivos de interés los que podrían ahora empujar a aquél a confesar lo cierto y a aquéllos a encubrirlo. Los. hay que se hacen absolutamente responsables de los actos... de quienes se han encargado ya de proclamar absolutamente inocentes. Por encima de cualesquiera condiciones que antes o después establezca la justicia, los jefes prometen, a sus subordinados su apoyo incondicional. Y se celebra como sentido del honor (?) de uno o de solidaridad (?) de otro el deseo de compartir la cárcel con los presuntos delincuentes; o sea, con quienes seguramente han manchado su propio honor personal y el de la institución a la que sirven. Pues, según parece, lo valiente redime lo ilegal y lo bueno para el gobernante siempre es bueno para el gobernado.

Si el principio de no-contradicción rige también para el derecho, resulta impensable que las razones de acusadores y acusados sean a la vez verdaderas. Y si unos u otros por fuerza incurren en falsedad, las causas que aún se abrirán por infamia, perjurio y obstrucción a la justicia deberían prolongarse no ya hasta el año 2015, sino hasta bien entrado el siguiente milenio. Entretanto, ¿qué es lo que expresamente pregonan querer salvar los que sólo buscan salvarse a si mismos por medio del guirigay? La opacidad de las cloacas, el prestigio tambaleante de ciertas instituciones, la prepotencia impune del Leviatán; en suma, el deber de renunciar a nuestros derechos: ¿Se escucha el terrible mensaje?: el ejercicio del Estado de derecho pone en peligro al Estado...

¿Y si fuera exactamente lo contrario? Si no un golpe estricto, la actividad homicida de los GAL fue una quiebra duradera de nuestro Estado, a mi entender mucho más grave por su grado de consentimiento institucional y efectos delegitimadores que la asonada del 23-F. Más grave, siquiera en este sentido, que los estallidos sangrientos de ETA. El terrorismo privado arriesga la vida de algunas personas, no la seguridad del Estado, y hasta puede robustecer nuestra condición ciudadana; pero el terrorismo público pone en suspenso nada menos que el primado de nuestra ley y deja quebrantada nuestra ciudadanía. De modo que hay que encausar sin temor a los GAL, signo de un uso ilegítimo de la violencia estatal, a fin de reponer al Estado en su monopolio legítimo. Si preciso fuera, habría que condenar a todo un Gobierno para salvar al Estado. Entonces podrá el Estado con toda autoridad juzgar y condenar a ETA.

A. Arteta es profesor de Filosofia Política de la Universidad del País Vasco.

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