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De película

Una voz en off animosa y dicharachera acompañaba a la cámara en su paseo alrededor de Cibeles, preámbulo deambulatorio de decenas de películas, comedias madrileñas, trágicomedias muchas veces vistas desde una perspectiva actual. Antes de que los personajes pisaran el escenario de sus aventuras y desventuras domésticas, la ciudad entera mostraba en boca del narrador su carácter de protagonista ubicua, regazo maternal -Madrid viene de madre- que cobijaba a sus humildes criaturas: guardias urbanos, taxistas castizos, porteras, modistillas, limpiabotas, camareros y pícaros de taberna encarnados por una galería irrepetible de entrañables y olvidados secundarios que arropaban con su buen oficio a unos protagonistas por lo general mucho menos convincentes, galanes insípidos y estrellas sin más patrimonio que su juvenil fotogenia.Madrid de celuloide en blanco y negro, orgulloso de los pináculos y fachadas, de la Gran Vía, que se oxigenaba en cada filme con inevitables excursiones a la Casa de Campo y al parque del Retiro. Un Madrid de postal, muchas veces reacio a salir de sus grandes avenidas y plazas monumentales para callejear por los barrios populares como si le diera vergüenza mostrar en público sus intimidades, la ropa tendida de sus balcones, edificios desconchados y el pavimento cosido a costurones, solares irredentos, perros vagabundos y farolas apedreadas.

Cuando el cine se vistió de colores abundaron las Comedias amables que falsearon a conciencia la imagen de la ciudad con capas de maquillaje para vender un paraíso artificioso, entonando cánticos laudatorios y pueriles al desarrollo y la modernidad. Los productores inventaron una ciudad de lujosos automóviles y elegantes señoritas, de rascacielos mentirosos y patéticos aprendices de play-boy, engolando la voz en off del prólogo con hueco parlamentos.

Pero el paso del tiempo dejó su huella inapelable sobre estas comedias de los sesenta y setenta que hoy parecen más rancias que sus predecesoras, se decoloraron sus vinetas y hoy se les ve la trampa y el cartón, el esqueleto de su tramoya y la vacuidad de su trama.

El Madrid de mis recuerdos cinéfilos es en blanco y negro, más negro que blanco en las negras comedias de Azcona, Ferreri y Berlanga. O en la ciudad negra y gris donde golfeaba Tony Leblanc, se enamoraba sin remedio José Luis Ozores y Manolo Morán, de guardia de la porra, encarnaba una improbable autoridad bonachona y paternal. Magistrales, buenas y malísimas películas en las que asomaba múltiple y humilde, la esencia de Madrid, de los Madriles, del Foro.

Ese Madrid recuperado gracias a Garci en las veladas nocturnas de la segunda cadena que puede ser la ciudad folletinesca de Edgar Neville en La torre dé los siete jorobados, o la ciudad trágica de la novela barojiana, en el retrato cruel y realista de La busca, de Angelino Fons, filme y director injustamente olvidados muchas veces por la mala memoria de las antologías y las crónicas, como si la marginalidad de sus personajes y sus escenarios, magistralmente visualizados y rememorados, hubiera trascendido a su obra más representativa, ejemplo de un cine de raíces literarias que se frustró por las imposiciones comerciales y económicas de una industria corta de vista. Luego fue la ciudad más fulgurante que protagonista, asomando de tapadillo, como telón de fondo, en infames comedias de sexo reprimido y caspa al viento hasta resucitar, brutal y periférica, nocturna y heterodoxa, en los filmes de Almodóvar para recuperar su cualidad de plató indispensable, como ópera prima de nuevos realizadores que supieron retratarla como la habían vivido, tal vez soñado.

Una ciudad noctámbula y sonámbula de callejones y subterráneos con más antihéroes que héroes, esa ciudad fantasma que presta sus sombras a Justino el vengador asesino de la tercera. edad y de todos los grandes secundarios del cine español.

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Esa ciudad grotesca y replicante que sataniza y simboliza Álex de la Iglesia con las inclinadas torres de KIO en el crepúsculo del abracadabrante, apocalíptico y escatológico Día de la bestia.

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