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Ante el nuevo Código Penal

El pasado 25 de mayo se estrenaba en España un ordenamiento punitivo completamente reformado: el primero que elaboraban unas Cortes democráticas.La entrada en vigor de un Código Penal de nueva planta constituye un acontecimiento jurídico de primera magnitud. En el ordenamiento penal se tipifican aquellas conductas que, incluso valoradas conforme al principio de intervención mínima, resultan. radicalmente incompatibles con. la vida social en el marco de un Estado de derecho. Contra tales comportamientos se reacciona con penas que pueden incidir sobre los derechos fundamentales de los ciudadanos.

Sobre este Código Penal de 1995 se ha dicho y escrito mucho, incluso en esta hora, aún tan cercana a su promulgación y entrada en vigor. No han faltado adjetivaciones altisonantes y estereotipadas como la del "Código Penal de la democracia" o "Código Penal de la libertad". Otras han hecho menos fortuna, como la del "Código Belloch". Un Código Penal, sin embargo, ha de ser ante todo valorado por su contenido, en relación, claro está, con las exigencias del momento histórico.

A pesar de una generalizada congratulación colectiva y de la positiva acogida de la opinión pública al nuevo Código Penal, la más destacada doctrina penalista (Cobo del Rosal, Córdoba Roda, Gímbernat, Muñoz Grandes y Rodríguez Ramos, entre otros) ha sido, desde el comienzo, ciertamente crítica con el nuevo texto legal. Se le achaca a la nueva norma "desmedida amplitud", "el establecimiento de un sistema de discrecionalidad cuando no de arbitrismo", "sectarismo doctrinal", "supuesto progresismo", "desprecio por la seguridad jurídica", "tendencia a la funcionalización", "desordenada modernización de la justicia penal, e incluso un Ienguaje poco cuidado".

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Aunque los debates parlamentarios se prolongaron durante casi año y medio, cabe, cuando menos, el reproche de que la elaboración última del nuevo código se hizo apresuradamente, coincidiendo con el fin de una legislatura y olvidando que el éxito de lo legislado no depende sólo del BOFE. Expliquémoslo.

Todo Código Penal de nueva planta -y el texto de 1995 rompe con la tradición mantenida desde 1848, sin otra excepción que el código de 1928- produce inevitablemente dos efectos con independencia de cuáles fueren sus méritos. De un lado, la obligada y masiva revisión de sentencias, con un gasto procesal que, ante todo, redundará en un mayor retraso de la actividad judicial ordinaria. De otro, la necesidad de una inmediata respuesta jurisprudencial que unifique la interpretación de la nueva norma. Desgraciadamente, el Tribunal Supremo seguirá sin conocer en casación de todos los delitos, y gran parte de su anterior doctrina perderá actualidad. El informe del Consejo General del Poder Judicial al anteproyecto de 1994 repetía las llamadas de atención hechas ya a propósito del anteproyecto de 1992, pero nada se consiguió. Si a eso se añade que estábamos ante una oportunidad difícilmente repetible para modernizar nuestro derecho penal, cabe preguntarse si el nuevo código responde a lo que de él se esperaba.

La parte especial ha recogido figuras figuras penales desconocidas hasta el presente. Bueno es modernizar la legislación, aunque los nuevos tipos sean a veces, casi inevitablemente, de contornos vagos, estructurados conforme a la técnica de las leyes penales en blanco (técnica en sí misma censurable y que debe ser usada con carácter sumamente excepcional) y, por ende, poco respetuosos con los principios de seguridad jurídica y legalidad. La parte general ofrece notables avances como la desaparición de las escalas penales, la unificación de las penas lineales privativas de libertad o la consideración del comiso como consecuencia accesoria y no como pena. Junto a esos aciertos se encuentran también preocupantes innovaciones: las nuevas penas de arresto de fin de semana y de trabajo en beneficio de la comunidad, que requieren un cuidado desarrollo reglamentario y unos medios personales y materiales sin los que su cumplimiento puede fracasar estrepitosamente. De todo ello ya advirtió en su día el Consejo General del Poder Judicial. Hay, además, opciones poco comprensibles. Así, la nueva suspensión de la ejecución sin antecedentes penales se prevé sólo para las penas privativas de libertad, lo que implica un mejor trato para el condenado a tres años de prisión que para el que lo fue a 16 horas de trabajo en beneficio de la comunidad, a un arresto de fin de semana o a cinco días de multa. Otro ejemplo puede hallarse en el artículo 60, a cuyo tenor el trastorno mental grave tras la firmeza de la sentencia sólo suspende la ejecución de todas las penas personales. Son sólo unas muestras a las que cabe añadir la renuncia a la simultánea entrada in vigor de la ley que regulará la responsabilidad del menor.

El eje de la reforma del nuevo Código Penal ha sido, según reza su propia exposición de motivos, la adaptación de sus receptos a los valores constituionales. La conexión entre Constitución y Código Penal es la más estrecha de las posibles. No en vano, con frecuencia se utiliza el término de "Constituión negativa" para referirse a la ley penal. Si una Constituión es, como decía la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, garantía de las libertades públicas y de la división de poderes, la importancia de aquellas normas -como son las penales- relativas a los derechos y libertades no necesita ponderación. A diferencia de lo que sucediera con el texto constitucional, el nuevo Código Penal no fue aprobado por el consenso unánime de todas las fuerzas políticas. Fuera se quedaron, a través de la abstención, los 141 diputados y los ocho millones de votos con que contaba el Partido Popular en la anterior legislatura. Su encarnizada batalla política con el PSOE y el concreto problema de no ver acogida su pretensión e cumplimiento íntegro de las penas de terroristas y narcotraficantes -de dudosa constitucionalidad-, contra el que PNV e IU se emplearon a fondo, impidieron articular el deseable consenso.

El nuevo Código Penal no sólo supone un desafío para los juristas, que habrán de familiarizarse -cada uno desde su particular óptica- con la nueva regulación, sino para la sociedad en su conjunto y, muy particularmente, para su Gobierno. El flamante Ejecutivo del Partido Popular se apresuró a manifestar públicamente -a través de Margarita Mariscal de Gante, la ministra de Justicia- su decidido compromiso con el cumplimiento de las leyes emanadas del Parlamento y su voluntad de dotar las partidas presupuestarias necesarias para la aplicación del nuevo código. Atrás quedaban las amenazas, hechas desde un lenguaje de oposición, de congelar el nuevo código, o la alarma de la masiva y simultánea salida a la calle de 13.000 reclusos. Lo mismo sucedió, en un ámbito de menor importancia, con la Ley de las Telecomunicaciones por Cable, también aprobada por un consenso mayoritario en el que no participó el PP y que, según Miguel Ángel Rodríguez, sería retirada o modificada. Parece que no son ésas las intenciones del nuevo Gobierno, que muy sensatamente anda más preocupado por zanjar viejos problemas que por crear otros nuevos.

Javier Cremades es doctor en Derecho por las universidades de Regensburg y UNED, y profesor asociado de Derecho Constitucional en la UNED; es coautor, junto a José Luis Manzanares, de la obra Comentarios al Código Penal.

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