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Reportaje:PLAZA MENOR - LAS VENTAS

Genios y figuras

La plaza de toros de Las Ventas es neomudéjar y republicana, una contradicción de términos más a sumar al rico acervo de las paradojas madrileñas. La plaza de toros de Las Ventas es andaluza y madrileñísima, cristiana y mora, pícara y señorial, reserva de fundamentalistas de la fiesta y solárium de turistas que siempre aplauden a destiempo, ritual y heterodoxa, polémica como una tertulia de taberna, donde nunca se opina a gusto de todos porque la unanimidad es siempre sospechosa y ahoga cualquier brote de creatividad espontánea. En una cafetería cercana a la plaza, no especialmente señalada por la iconografía taurina, los parroquianos marcan sobre los carteles anunciadores de las corridas su escueta y puntual valoración de cada festejo con un código alfabético de fácil interpretación.En cada cuadrícula una o dos letras mayúsculas califican sin paliativos el cómputo final de cada tarde con trazos de maestro de escuela, de la B a la M pasando por la R hasta la infamante A M, de aburrida y mala. Todos los comercios que caen desde Manuel Becerra a Ventas se visten en San Isidro, sea cual sea su dedicación, de torería. Un par de banderillas en el escaparate de una perfumería, una oferta de almohadillas en un todo a cien, una exposición de literatura taurina en el interior de una librería papelería o un cartel de fiestas en amigable promiscuidad con un saldo de bragas y sostenes.

Punto y aparte para la profusa retahíla de tascas específicamente consagradas al ritual complementario de la caña y el fino, dura competencia por el mejor rabo de toro estofado y la ración de oreja de un puerco que aquí adquiere insoslayables resonancias taurinas. La Feria de San Isidro convierte en ferial los alrededores de la primera plaza del mundo, como gustan proclamar con orgullo castizo, que viene de casta, los aficionados del Foro que, aunque tradicionalmente inclinados a la hipérbole y a la prosopopeya, no exageran en su culto catedralicio a la monumental. No importa que los toros de diseño se revuelquen en el albero y doblen aún antes de ser tocados por las varas de la acorazada. La plaza de Las Ventas, más torista que torerista, ha incorporado los pañuelos verdes y las estrepitosas broncas a la presidencia y a los ganaderos al ritual cotidiano. Nada más pisar a arena miles de ojos escrutan la anatomia de las reses, no sin ciertas dosis de masoquismo, como si en el fondo desearan encontrar cuanto antes indicios de invalidez, rasgos de contumaz cojera, gestos delatores del flipe que llevan encima estos cornúpetas iniciados en la drogadicción por ganaderos sin escrúpulos al servicio de las figuras de la fiesta. El público de Las Ventas goza con su fama terrible, se jacta de su cualidad de juez implacable de cuanto sucede sobre la arena.

No hay diestro, por más aquilatada que tenga su maestría, que pueda pisar tranquilo y confiado este redondel mágico donde el peligro no viene sólo de los pitones de sus enemigos sino de los pitos hostiles y los exabruptos que canaliza la afición del 7 desde, su. elevada cátedra. No hay memoria de triunfales faenas que avale al torero cuando sale a lidiar de nuevo una tarde de San Isidro en Las Ventas, no hay piedad, ni gratitud, y cuanto más encumbrada esté la figura mayor es el riesgo de despeñarse desde las alturas de su fama al vertiginoso abismo de la bronca.

Veintitrés mil voces al unísono, amplificadas por los ecos de la plaza, producen un mugido más espantoso y terrible que el de la bestia solitaria que recorre sus dominios, ensordecida y preguntándose (le qué va todo aquello, si va por ella o por el individuo con medias rosas y traje de filigrana que se aproxima capote en mano.

Son veintitrés mil espectadores los que caben en esta plaza monumental inaugurada el 17 de junio de 1931, obra esmerada y delicada de los arquitectos Manuel Muñoz Monasterio y José Espelíu. En la corrida inaugural, ocho toros, ocho, regalados por sus ganaderos, para los diestros Fortuna, Marcial Lalanda, Villalta, Fausto Barajas, Fuentes Bejarano, Barrera, Armillíta Chico y Manuel Mejías Bienvenida. Para no romper el hábito de improvisación que suele acompañar a cualquier obra públíca del Foro, tras la fiesta inaugural se cerró el coso para proceder a algunas reformas. La apertura fetén se aplazó nada menos que hasta el 14 de octubre de 1934, cuando Belmonte, Lalanda y Cagancho hicieron el paseíllo definitivo en las postrimerías de la c'Alcalá, emblemática arteria en la que estuvieron ubicadas también las dos plazas de toros anteriores.

La Feria de San Isidro se produce también fuera del ruedo. A las puertas de la plaza se diseminan varios monumentos, cortos de fuste y de gusto. Una alegoría rinde homenaje al doctor Fleming, busto hierático que recibe impasible el brindis eterno de un torero de bronce. Éste es el más salvable dentro de la negra y desquiciada estatuaria taurina de Las Ventas que se desmelena en el horripilante e inmerecido alarde de mal gusto que pretende honrar la memoria del Yiyo, infortunado diestro que parece que quiere echar a volar de su abigarrado catafalco donde se dan cita maletillas, ángeles y chulapos, adosados a un monolito. Tienen como cualidad más señalada, este monumento y el que honra a Antonio Bienvenida, su funcionalidad para servir de asiento a los aficionados más proyectos. Cualidad que ni siquiera puede aportarse en descargo del relieve escultórico y táurico que sobre un zócalo de terrazo pulimentado inauguró hace unos años el alcalde Álvarez del Manzano.

Sentados al pie de los monumentos, en los bancos o junto a los setos crecidos por las lluvias que no suelen faltar en San Isidro, los aficionados gozan del eterno espectáculo del acecho de los guardias municipales sobre los esquivos reventas y los hábiles amigos de las carteras ajenas en medio de un laberinto de kioscos y tenderetes de pipas, puros, quicos y caramelos, carteles taurinos y capotes de guardarropía, camisetas, sombreros cordobeses o gorras de los Lakers o los Bulls de Chicago.

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