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Tribuna:
Tribuna
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Dolores y gozos

En el origen está una primera reflexión: parece bastante claro que a Lasa y a Zabala, después de secuestrarles, les torturaron y les asesinaron. Alguien lo hizo. Ese alguien lo hizo desde nuestro campo político, el de la defensa de nuestro orden de convivencia contra el terrorismo. Precisamente por el campo político desde el que se cometieron estos crímenes, nos afectan muy particularmente.Esta desgracia, esta maldita canallada, hace que nos sintamos confusos y degradados. Muy particularmente quienes damos mucha importancia al sentido de Estado. No se trata de que nos sintamos culpables, pues culpables son sólo los que han cometido, promovido, protegido, disculpado, los crímenes. Pero aun sin haber incurrido en ninguna de estas complicidades morales, nos avergüenza que se haya querido salvar a la patria, esto es, a nosotros, ciudadanos, con ignominia. Antes de entrar en el problema jurídico de quién es el imputado o de quién es el culpable. Que nadie nos meta cuentos. Quizá no sepamos quién ha cometido estas repugnantes acciones. Pero no podemos confundir dos planos de la argumentación: por un lado, lo procedente o improcedente de imputaciones o de encarcelamientos, por necesaria finura jurídica; por otro, el hecho claro de que a Zabala y a Lasa les han matado, desde nuestro campo. Sea quien sea el que ha cometido estas acciones, ha atentado contra las personas y contra el Estado. Y quedamos confusamente sorprendidos cuando vemos aparecer nada menos que a dos ex ministros y un ex secretario de Estado, solidarizándose con el general encarcelado -solidaridad que, en principio, no tiene por qué parecer mal si de lo que se trata es de apoyar la inocencia presunta o de denunciar medidas cautelares que pueden ser consideradas excesivas- pero sin hacer ni una mínima observación sobre lo que debería haber sido previo: que no cabe exculpar al general sin proclamar antes que, en todo caso, el crimen ha sido cometido, y que alguien es el culpable de este crimen. El crimen habrá sido cometido, o no, por el general; la presunción de inocencia le ampara, aunque también es cierto que la justicia ve indicios de culpabilidad, que pueden, confirmarse o no. La aparición de los tres cargos para decir que el imputado es inocente, sin condenar lo único cierto, la comisión del crimen, se parece mucho a la aparición de los tres monos: el que no ve, el que no oye y el que no habla.

Este crimen cierto, y su investigación actual, han puesto en evidencia el limitado, margen de la razón de Estado en un orden constitucional y democrático. O dicho de otro modo: si, como observación de la realidad, llegamos a la conclusión de que ningún Estado puede prescindir de la razón de Estado, tendremos que hacer juicios políticos muy graves, caso a caso, sobre los límites y las imperfecciones de los Estados de derecho. Juicios en los que sepamos distinguir, por ejemplo, entre la inmoralidad que se deriva sólo de la ilegalidad -faltar a las leyes es inmoral, por ejemplo, faltar a las leyes sobre la transparencia de las investigaciones de los servicios secretos- y, la inmoralidad que deriva de la maldad de las acciones ejecutadas -es terriblemente inmoral secuestrar, torturar y asesinar-. La relación entre razón de Estado y Estado de derecho se debe plantear, en efecto, no sólo desde el punto de vista jurídico -cumplimiento de las leyes-, sino más bien desde el punto de vista de la moralidad.

Razonar sobre la razón de Estado nos hace bordear continuamente el cinismo. Y al cinismo nos vamos acercando más cuando a la argumentación anterior le añadimos, no la mayor o menor tolerancia en la intervención de la razón de Estado, sino la oportunidad o no de la respuesta del Estado en la represión de acciones cometidas con anterioridad. Si ETA hubiera dejado las armas hace 12 años, con independencia de la existencia o no de pactos de Ajuria Enea o Madrid, no se estaría planteando la persecución penal de sus delitos. Hay quien dice, sin embargo, que las acciones de violencia practicadas desde el campo del Estado son peores -moralmente- que las de los terroristas de ETA. No parece un argumento demasiado convincente. ¿Por qué, entonces, la exigencia de responsabilidades en los casos de la violencia de los GAL? Por cuatro razones. La primera, exclusivamente jurídica: porque el aparato de la justicia se ha puesto en marcha y no hay quien lo pare ni deba pararlo; la segunda, porque ETA no ha detenido su violencia y eso, paradójicamente, acarrea la no prescripción política de los delitos, tanto de los suyos como de los de respuesta; la tercera, porque el daño causado por el GAL a la legitimación del Estado ha sido terrible; la cuarta, porque, en concreto, algunos de los crímenes -secuestro, tortura y asesinato, de Lasa y Zabala- son de tal bajeza moral que el ciudadano piensa que, o los condena, o se siente a posteriori ensuciado por los mismos.

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Pero el camino jurídico y político emprendido cuando asumimos la condena de los crímenes de los GAL no es una senda fácil. No vale siquiera lo que el fiscal de la Audiencia Nacional ha dicho, al entrar en la retórica del general malo y de la Guardia Civil buena. Más bien el argumento es el contrario: no vamos a responsabilizar a los guardias civiles, pero sí a la Guardia Civil y a los gobernantes -los socialistas, los anteriores y veremos si al actual- por no haber emprendido una necesaria reforma del cuerpo. Un cuerpo tan opaco como es la Guardia Civil puede dar lugar a comportamientos no controlados por las instituciones democráticas y, en particular, por las judiciales.

Ocurre, es cierto, algo que nos cohíbe en el momento de emitir este juicio: sus muertos. En la lucha contra ETA ellos y, en ocasiones, sus hijos, sus mujeres, sus novias, han sido víctimas de muertes particularmente crueles. Pero si queremos que estos muertos sean honrados por todos como luchadores por el Estado de derecho, por ellos y, por nosotros debemos responsabilizarnos en una tarea que hace tiempo tendría que haberse realizado: la de que sus hábitos de comportamiento y su disciplina no sean contradictorias con la transparencia del cuerpo ante las otras instituciones del Estado democrático y, en particular, ante las judiciales. Los cuerpos opacos están más expuestos que los demás a comportamientos no controlados por la ley.

Ahora bien, también es cierto que, aunque existan culpas y responsabilidades concretas, también las hay más genéricas. Y si existe el riesgo del cinismo cuando caminamos por la senda oscura de la razón de Estado, el riesgo de olvidar el contexto conduce a otro círculo del infierno: el de los hipócritas. A los hipócritas les produce una especial repugnancia mencionar el contexto de los años terribles en los que actuó el GAL. Pero no era sencillo olvidar las muertes de los compañeros y el apoyo de tantos medios de comunicación, escritores, políticos, intelectuales, a la utilización de métodos expeditivos. Y seguramente hubo algo más grave: la extensión de la conciencia de que estábamos en guerra. Pues la guerra es la negación del Derecho mismo, y mucho más si se trata de una guerra civil. No está de más recordar lo que entonces se decía reiteradamente, por tantos políticos, en el Congreso de Diputados, en declaraciones públicas, en mítines y en artículos. Y no está de más recordar, a quienes vuelven a hablar de que estamos en guerra, el peligro de estos pronunciamientos. También formaron parte del contexto, finalmente, no solamente los que disculpaban la acción directa desde el poder, sino también los que no quisieron condenar entonces la violencia de ETA, desde su compromiso intelectual o político. ¿O es que se creen que nos vamos a tener que olvidar de aquellos que en los años tristes condenaban a los primeros y disculpaban a los segundos? Nos quedan momentos duros porque crímenes, razón de Estado y contexto nos están desorientando a todos, empezando por los mismos jueces, a alguno de los cuales le resulta ya superior a sus fuerzas ocultar sus pasiones, olvidando que, si la máquina de la justicia es una apisonadora, una vez puesta en marcha, puede apisonar también al que la utiliza sin garantías.

Una última muestra del desconcierto: ¿qué es peor: la manifestación de tristeza de Felipe González, no porque hayan encarcelado a Galindo, sino porque proclame la "injusticia" de su detención, o la alegría de Ardanza porque han encarcelado a un "presunto" culpable? Pues si el primer sentimiento es muestra de la voluntad de sustituir el criterio de la justicia por el propio, el segundo confunde una limitación de la justicia -que se encarcele a no condenados para evitar posibles nuevos crímenes- con su triunfo. Y si el primero deriva de un juicio erróneo -puesto que ha luchado contra ETA no debe ser encarcelado en ningún paso el segundo conduce a un camino contradictorio con el mismo Pacto de Ajuria Enea: ¿va a atreverse a reinsertar a los etarras que abandonen las armas y a mantener "con alegría" en prisión al general, por ahora sólo presuntamente culpable de crímenes que hace años dejaron de cometerse?

¡Cuánto mejor sería la mesura al enhebrar las penas y los gozos! Al final voy a tener que reconciliarme con aquella enseñanza recibida en el colegio, allá por los años cuarenta, la de esa desconcertante devoción de los dolores y gozos de san José, que el santo esposo experimentaba siempre agrupados por pares, nunca aislados.

José Ramón Recalde es catedrático del ESTE de San Sebastián.

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