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Carta a Manuel Vicent

Desde hace algunos años apenas tengo tiempo para leer letra impresa ajena a mi modesta y renqueante obra personal. Añorando tiempos juveniles en que era tan frenético lector, dijo el maduro Papini: "Ya no leo más que lo que necesito para escribir. Soy como un sujeto que sólo comiese para defecar". Sin considerar como puro excremento mi producción escrita, a tanto no llego, algo semejante puedo decir yo. Mas no como regla absoluta. Gracias a un afortunado azar pude leer el verano pasado tu Tranvía a la Malvarrosa -veinte años antes, en él viajaba yo-; y, juntos entre sí, el recuerdo de esa lectura y el contenido de una certera reseña de Jardín de Villa Valeria me han incitado a conocer por dentro tu más reciente libro.Aunque diste mucho de ser crítico literario, podría comentar a mi modo y elogiar con buenas razones el talento estilístico y evocativo con que está escrito; pero prefiero limitarme a glosar personalmente su contenido. Si con acierto o sin él, dígalo el lector de tu libro y de este artículo.

En Jardín de Villa Valeria relatas la peripecia vital de un grupo de jóvenes españoles entre el otoño de 1968 y el de 1982. El prestigio del entonces reciente mayo parisiense y la ya patente declinación del franquismo han promovido en ellos la ilusión de lograr para España y para el mundo -el espíritu del 68 no pedía menos- un inmediato porvenir político y social en el que iban a fundirse la más omnímoda libertad, la más exigente justicia distributiva y la más general alegría de vivir. Algunos son comunistas ortodoxos o maoístas, otros socialdemócratas, otros ácratas o -copio tus denominaciones-, "banderas rojas o troskoeróticos", pero todos coinciden en considerarse "de izquierdas" y "progresistas", expresiones que entonces comienzan a sacralizarse, y en afrontar con entereza el TOP y los Carabancheles de una dictadura que no quiere convertirse en dictablanda.

¿Qué ha sido y qué va a ser de ellos en octubre de 1982, cuando ya parece irreversible la transición y se da por seguro el triunfo del socialismo en las inminentes elecciones generales? Esto: que en una o en otra forma todos han sido deglutidos por la sociedad consumista, hipócrita e injusta contra la que se habían rebelado. Ejecutivos de tal o cual multinacional, profesionales de éxito, profesores universitarios o cineastas, directores generales o aspirantes a serlo en fecha próxima, unos olvidadizos de su pasado, otros con leve, pero bien tolerada conciencia íntima de traición al viejo ideal, todos viven con grata holgura dentro de un mundo en el que creen ver realizarse el llamado "Estado de bienestar". Y a la vez, todos -"éste era el mal de toda una generación", dice textualmente tu relato- contemplan con dolor y confusión cómo sus hijos huyen de la cómoda casa paterna, se hacen drogadictos, acaso homosexuales, quiebran, en definitiva, las normas de la educación entre burguesa y progresista que sus padres han querido darles. Un capítulo trágico -la fugitiva joven cuyo cadáver aparece entre los contenedores del puerto de Hamburgo- y otro grotesco -el falso ingeniero de Caminos que en plena boda burguesa pone en ridículo a sus padres- fueron el significativo punto final de Jardín de Villa Valeria.

Tres preguntas me sugiere la lectura del patético relato que en ese jardín tiene su escenario principal: el grupo de los jóvenes de Villa Valeria, ¿constituye realmente una generación española?; el fracaso de esa posible generación, más precisamente, de lo que en ella era más noble, ¿tiene precedentes en la historia de España?; en la vida individual y en la colectiva, ¿en qué consiste el fracaso? Trataré de dar mi respuesta.

Aplicada alguna de las pautas metódicas con que el concepto de "generación histórica" ha sido entendido -la de Petersen o la de Ortega-, no sé si a ese grupo de jóvenes podría aplicarse tal denominación. Tal vez sí, tal vez no; no entro a discutirlo. En cualquier caso, dos cosas deben ser afirmadas: que representa una fracción considerable de la sociedad española de los últimos cincuenta años y que junto a ella ha existido otra fracción, también considerable, que con o sin ese ideal de reforma social trabajaba y sigue trabajando en el laboratorio, en la biblioteca, en el hospital, en la Administración pública o en la empresa privada, ante el caballete del pintor o sobre el pupitre del novelista y el poeta. No toda España ha sido Villa Valeria desde que el franquismo comenzó a declinar.

Prescindamos, por otra parte, de lo que en el destino personal de los visitantes de Villa Valeria fue traición a la utopía y entrega a la ventaja y la comodidad inmediatas; admitamos hipotéticamente que siguieron fieles al ideal colectivo y que fracasaron en la empresa de proclamarlo y realizarlo. En tal caso, ¿cabría ver su fracaso como uno más en la serie de los que desde hace más de dos siglos ha sido la intermitente, pero real historia de nuestra pretendida modernización?

Ya bajo Carlos IV -testigo máximo, Jovellanos- fracasaron nuestros beneméritos ilustrados dieciochescos; como luego, bajo Fernando VII, los cándidos idealistas de las Cortes de Cádiz. Durante la Restauración y la Regencia fracasó asimismo el bienintencionado y entusiasta regeneracionismo de Costa y sus secuaces; bien fracasado estaba cuando Costa murió, y más aún lo estuvo un año más tarde, cuando fue asesinado Canalejas. No menos fracasaron los ensueños reformadores de la generación del 98; léase una punzante expresión de ese fracaso en el poema de Antonio Machado Una España joven -"Fue ayer: éramos casi adolescentes; era / con tiempo malo, encinta de lúgubres presagios / cuando montar quisimos en pelo una quimera / mientras la mar dormía ahíta de naufragios", dice su primera estrofa-, y se descubrirá cómo todos ellos lo vivieron. Fracasó poco más tarde el insuperado proyecto de la generación llamada del 14, con Ortega a su cabeza; a partir de 1934, e incluso desde antes, ¿dónde quedó la sugestiva llamada a la juventud que fue su artículo de 1926 Dislocación y restauración de España? El hecho y el largo resultado del alzamiento militar de 1936, ¿qué otra cosa fueron, sino el fracaso de todo un siglo de propuestas para la restauración y la actualización de España?

Tan reiterada sucesión de los proyectos con esa restauración y esa actualización como meta obliga por una parte a distinguir entre el fracaso personal y el fracaso colectivo, y mueve por otra a reflexionar sobre lo que el hecho de fracasar representa en el contexto de la vida humana.

Individualmente considerados, Jovellanos y Costa no fracasaron, ahí está la obra personal de cada uno de ellos; ni Cajal, Menéndez Pelayo y Altamira; ni los hombres de la generación del 98; ni Ortega y los de la suya, ni... Fracasaron tan sólo, aunque no del todo -no poco fue quedando de ellos en la general historia de España-, sus sucesivos proyectos de reforma global Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior de la vida española. Y, en cualquier caso, debe pensarse que ningún hombre, incluidos los más geniales y los más poderosos, ha logrado ser, hacer y tener todo lo que en su vida quiso. Aristóteles y Kant, Newton y Einstein, Carlos V y Napoleón, Cervantes y Goethe, Miguel Ángel y Goya, Hitler y Stalin, Picasso y Chaplin, murieron sin haber hecho todo cuanto en vida quisieron hacer. Realidad ésta que imperiosamente exige la reflexión antes enunciada.

En el inexorable y nunca enteramente satisfecho "querer más" del hombre es necesario distinguir tres modos del fracaso: el azaroso, el culposo y el existencial. Enseñó Dilthey y, tras la glosa de Ortega, muchas veces se ha repetido tal sentencia entre nosotros, que la vida humana es una misteriosa trama de azar, destino y carácter; y esa esencial presencia del azar hace inevitable el fracaso. Los renacentistas italianos afirmaron la eficacia de la virtú -el talento y la energía del hombre- para dominar la fortuna, el azar; pero, por grande que sea, nunca ese poder logrará eliminar la azarosidad de la vida humana. Además de ser siempre azaroso, el fracaso puede ser y es con frecuencia culposo. Bien por ignorancia vencible, bien por torpeza subsanable, los proyectos están con frecuencia mal planteados o son mal ejecutados, y en tal caso resulta inevitable su fracaso. Así fracasaron Napoleón, Mussolini, Hitler y Stalin, y así tantos y tantos no tan renombrados y tan poderosos. Más profundo y más grave es el fracaso que llamo existencial. Más allá de sus posibles éxitos parciales, ¿puede el hombre conseguir un éxito total? Nadie ha dado una respuesta tan profunda y razonada como Jaspers en el último capítulo de su Philosophie. Fracasa el hombre en su existencia empírica, en lo que de hecho es, porque su vida es por esencia azarosa, fungible y caduca. Y fracasa en su existencia auténtica, en lo que cada uno es, puede ser y debe ser, porque las situaciones-límite que le impone su vida -la muerte, el sufrimiento, la lucha y la culpa- le hacen ver que lo positivo y lo negativo de su existir se hallan indisolublemente unidos entre sí.

Pues bien: ante esta trina realidad del fracaso, ¿qué nos cabe hacer como personas y como españoles a los que sobre esta piel de toro estamos viviendo la despedida del siglo XX? Desde lo que el poso, que dentro de mí ha dejado la lectura de Jardín de Villa Valeria daré mi respuesta. Dos partes van a integrarla.

La primera es una constatación de carácter histórico y social, y dice así: desde que, pasadas las glorias y las desventuras del siglo XVII, surgió en España un claro propósito de modernización -si se quiere, desde los novatores de fin de ese siglo y de Feijoo- nunca ha faltado en ella una minoría en forma, para decirlo de manera deportiva y, orteguiana; en triple forma: intelectual, ética y estética. Sin llegar a ser mayoría, tal minoría ha ido creciendo, sobre todo en nuestro siglo; tanto, que al final de su tercer decenio se extendió entre los mejores el espejismo de pensar que su cuantía y su calidad bastaban para llevar a buen término la empresa de ponemos definitivamente a la altura de los tiempos. Pese a la guerra civil, pese al exilio y el franquismo, esa minoría sigue existiendo.

La segunda parte de mi respuesta tiene carácter proyectivo, y consiste en seguir proponiendo a los españoles en forma -por supuesto, desde una pertinente conducta personal- metas y preguntas difíciles de conseguir, pero no resueltamente utópicas. Por ejemplo, estas dos, una de índole intelectual y otra de orden ético: ¿es posible que la producción científica de España sea en cantidad y en calidad la correspondiente a un país europeo de cuarenta millones de habitantes?; ¿es asimismo posible una España en la que el consumismo y la ostentación, en tanto que hábitos sociales, sean sustituidos por la decencia y la sencillez? Sin alcanzar esa meta, nunca será España lo que puede y debe ser.

En uno de los artículos periodísticos con que Ortega se despidió definitivamente de la acción política decía el filósofo: "¿Serán los jóvenes españoles, no sólo los dedicados a profesiones liberales, también los jóvenes empleados, los jóvenes obreros despiertos, capaces de sentir las enormes posibilidades que llevaría en sí el hecho de que fuese el pueblo español el primero en afirmar el imperio de la moral en la política frente a todo utilitarismo y frente a todo maquiavelismo?". Y en otro, con retórica nietzscheana. "¡Amor fati! ¡España, agárrate bien a tu sino!". No hablando a España en su conjunto, sino a los españoles integrantes de la minoría en triple forma que acabo de mencionar, yo diría: "¡Amor fati! ¡Españoles, agarraos todos y cada uno de vosotros a lo que para vosotros es todavía posible! ¡Aunque en medida mayor o menor fracaséis luego en el empeño!".

A la vez que eras testigo presencial y crítico de lo que entre 1968 y 1982 fueron las vidas de los concurrentes a las reuniones de Villa Valeria, tú, Manuel Vicent, aspirabas -copio tu propio texto- "a salvar una parte de mi melancolía convirtiéndola en palabras hermosas e inteligibles". Desde entonces, con ellas estás contribuyendo a que España sea algo de lo que puede y debe ser. Aunque ni tú ni todos los demás acabemos de lograrlo.

Pedro Laín Entralgo es miembro de la Real Academia Española.

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