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Los poetas no quieren a Internet

Quien no está en Internet no existe, venía a decir hace unos días un prestigioso especialista en comunicación. En efecto, Internet ya lo es todo. Globalización digital, acabo de leer en híspido castellano para designar el fenómeno. Miembro de lo que algunos llaman generación del 68, aunque aquí no hubo 68, que éste fue un episodio de las sociedades democráticas o al menos liberales, el otro día pude ver cómo la hija de un amigo se escribía por Internet con su novio sueco. Dios, esto sí que es el cambio: de las suecas mitológicas a las españolas mitológicas. El oso rubio suspirando por la morenita del Sur y no, como antaño, el indigente y bajito moreno berreando por las altas Venus de mármol y de nieve. Papeles cambiados, espacios trocados: adiós a las comunas, adiós a la carta lenta y, sin duda, insuficiente, adiós, adiós: el amor camina por Internet, que comunica a los novios deprisa y sin limitaciones de espacio, dejando a un lado la tarifa, que paga el papá sesentayochista. Quién que es no es Internet, cabría decir parodiando a Darío.Pero los poetas, ay, no quieren a Internet. Derek Walcott, al que la infamia de lo políticamente correcto persigue estos días en forma de ninfa (o eso se cree ella) que se ha sentido acosada por el gran poeta de Omeros, lo ha dicho al afirmar que prefiere "tener a, una sola persona que lea y sienta mi trabajo a fondo [la agencia Reuter traducía 'en profundidad'] que a cientos o miles de lectores que lo lean, pero que no les importe deinasiado". Walcot no quiere, pues, que sus versos discurran por el ciberespacio (menuda'palabra). Y lo mismo opinan Octavio Paz y Czeslaw Milosz, tres premios Nobel en total. Tienen razón si ése y no otro es el perfil del lector de poesía de Internet, aunque bien podría ser. Por eso el sagaz Juan Ramón Jiménez apeló a la minoría, aun calificándola de inmensa. Yo sostengo que a los grandes poetas no les faltan nunca lectores, muchos lectores, aunque los grandes -eso sí- son pocos. Pero aun cuando no fuera así, que lo es (ahí están las Rimas, de Bécquer; los Veinte poemas, de Neruda; el Romancero gitano, de Lorca), daría igual. La literatura nada tiene que ver con las ventas. La literatura tampoco tiene nada que ver con la democracia. George Steiner ha dicho que el lector apasionado de Lope de Vega no puede ser un ferviente demócrata. Esto es mezclar la acción política, que se concreta en el voto, con el acto existencial, que implica la lectura. Los lectores son lectores, no votantes. Quien lee puede entregar su alma al libro, al poema, al relato; quien vota sólo otorga a su candidato una cédula transitoria de confianza.

La poesía se aloja en cualquier soporte, pero los poetas tienen sus razones para rechazar a Internet. Los versos impresos en buen papel y sin erratas, o alojados en la cabeza de los memoriosos de la poesía, esa tribu errante que es el certificado de garantías de los poetas mayores, tienen por delante anchos caminos, senderos de luz, vías lácteas donde fulge la alta plenitud de las palabras. Pero tampoco hay que hacer una mística del rechazo a Internet. La idolatría del medio puede ser tan trivial como su negación. Eso sí, con nuestros hábitos actuales, al menos con ellos, no parece el ordenador la mejor manera de afrontar esa comunión que es la buena lectura. De poesía y de literatura, en general. Un poema puede leerse en Internet; una novela ya es más complicado, aunque poder se puede. Sobre todo sí es mala. A lo mejor pronto hay un éxito de venta en ordenador. Qué alivio no ver en los libros determinadas firmas. Yo prefiero que me hablen informátiparriente de lo que hay a más allá del jardín, ,incluida Turquía, y sus jenizaros de espesos bigotes,

El libro tiene amplios horizontes por delante. En lo sucesivo puede que sea más libro que nunca: la información estricta circulará por los CD-Rom y todo eso. Yo me alegro mucho por las vecinas que van a hacer la comida mirando a la pantalla electrónica, donde vendrán las recetas de cocina. Qué le vamos a hacer. Es infinitamente más placentero pasearse por una casa silenciosa leyendo, en voz alta, la Eneida, y en latín a ser posible, el episodio en que Dido, tan políticamente incorrecta, muere de amor por Eneas, un troyano seductor y aprovechado a quien las universidades americanas habrían declarado persona non grata. Qué más da que esta lectura no cubique a la hora de elaborar la lista de los libros más vendidos.

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