Chapuzas de la evolución
En el siglo XVIII se puso de moda inferir la existencia de Dios a partir del perfecto diseño de las criaturas. El teólogo William Paley (1743-1805) argüía que, así como el preciso ensamblaje de las partes de un reloj revela un fin (la medida del tiempo) e implica un relojero, así también el consumado mecanismo de cualquier órgano animal delata un propósito claro y un óptimo plan, obra de un diseñador divino. Algunos biólogos evolucionistas han compartido el entusiasmo de Paley por la perfecta adaptación de los organismos, aunque atribuyéndola a la selección natural, y no a la divina providencia.El ejemplo favorito de Paley era el ojo de los vertebrados, un instrumento óptico presuntamente perfecto y maravillosamente adaptado a la función de ver. Sin embargo, y como ha subrayado George Williams, la organización anatómica de nuestro ojo es el resultado chapucero de una serie complicada de avatares evolutivos, algunos claramente desafortunados (desde un punto de vista ingenieril).
El estrato ópticamente funcional de la retina está formado por los fotorreceptores (bastones y conos), las células sensibles a la luz, que transforman la energía de los fotones, que absorben en impulsos nerviosos transmitidos por los ganglios que acaban convergiendo en el nervio óptico, que transmite al cerebro la información recibida en la retina. Una tupida red de capilares sanguíneos aporta el oxígeno y los nutrientes a los fotorreceptores. Cualquier diseño razonable del ojo exigiría que el estrato de conos y bastones estuviese en la parte alta de la retina, adyacente al cuerpo vítreo transparente y por encima de los vasos sanguíneos que lo alimentan. Así ocurre, por ejemplo, con los ojos de los calamares.
Pero la evolución se mostró chapucera con los vertebrados, en los que la retina está colocada al revés, debajo de las fibras nerviosas y los capilares, que han de ser inútilmente atravesados por la luz antes de impactar en los fotorreceptores. Otra sorprendente chapuza, consecuencia de la anterior, estriba en que el nervio óptico no se forma (como sería de esperar) detrás de la retina, de donde podría, ir directamente al cerebro, sino delante, por lo que ha de abrirse paso a través de la retina por un agujero (el disco óptico, correspondiente al punto ciego del campo visual) para pasar al otro lado. Al final, todos estos defectos se neutralizan y el ojo funciona, pero no es precisamente un paradigma de buen diseño.
El conducto que lleva el aire a los pulmones se cruza absurdamente en la garganta con el que lleva la comida al estómago, poniendo a los vertebrados en peligro de ahogarse. Los mamíferos machos tienen una temperatura interna demasiado elevada para la normal producción de espermatozoides, por lo que sus gónadas han descendido (filogenética y embrionariamente) desde su ancestral posición interna hasta la posición externa del escroto. Lo curioso del caso es que al descender se han equivocado de camino, por lo que sus conductos deferentes se han quedado colgados de los uréteres. Aunque los testículos están muy cerca de la uretra, en la que vierten el semen, éste se ve obligado a realizar una larga expedición por un conducto innecesariamente largo (medio metro) y tortuoso.
Las hembras humanas tienen dificultades para parir y muchos seres humanos tienen dolores de columna porque su esqueleto está más adaptado a la posición cuadrúpeda anterior que al bipedalismo erecto que adoptaron nuestros antepasados hace cuatro millones de años. Nuestro propio cerebro es el resultado de la reutilización para otras funciones de estructuras de orígenes muy distintos chapuceramente yuxtapuestas.
El mundo de la vida es el reino de la contingencia y la historicidad, ayuno de previsión y de propósito. La selección natural no actúa sobre todos los diseños posibles, sino sólo sobre algunas variaciones aleatorias de unos pocos esquemas arcaicos. Sólo a base de acumular trucos, chapuzas y chiripas logramos los organismos mantenernos provisionalmente a flote. No somos perfectos, pero hemos sobrevivido, aunque sea por los pelos.
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