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Reportaje:

Urabá, el infierno olvidado

Quién mata y por qué en esta rica región bananera del noroccidente de Colombia, la más violenta del país

A través de la ventanilla del pequeño avión, las 46.000 hectáreas sembradas de plátano y banano en Urabá, esquina noroccidental de Colombia, en el límite con Panamá, se ven como un mar tranquilo de color verde intenso. Ya en tierra se siente un alivio cuando se apaga el ensordecedor bimotor, que se alimentará de combustible para volver de inmediato a Medellín, a una hora de vuelo; y en la pista del aeropuerto Antonio Roldán se capta diáfano el aroma de la fruta. Está en todo. En el ambiente, en el calor húmedo. Los pasajeros suben a destartalados jeeps que los llevarán a alguno de los 11 pueblos que conforman esta región del departamento (provincia) de Antioquía.A cinco minutos del aeropuerto, el vehículo pasa por un desolado sitio llamado Los Kunas. Para el visitante, allí sólo hay banano que crece silvestre bajo el sol de plomo. Para los nativos, allí está la presencia invisible de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), grupo guerrillero comunista que lleva cuatro décadas alzado en armas. La guerrilla marcó su huella con sangre en la madrugada de un martes a finales del año pasado. Los rebeldes interceptaron tres autobuses que trasladaban a 150 jornaleros a las fincas bananeras y los bajaron apuntándoles con sus fusiles Galil, de fabricación israelí. Lista en mano seleccionaron a 24 de ellos y los llevaron a un lado. Les hicieron tumbarse boca abajo, les pusieron las manos en la espalda y con una sola cuerda se las amarraron.

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"Matémoslos a todos", gritó uno de los asaltantes. Varios guerrilleros, entre quienes había hombres y mujeres adolescentes, dispararon a la cabeza de las víctimas. Luego otro revisó que ninguno estuviera vivo, y sobre los que tuvo dudas les dio el tiro de gracia. Los muertos no eran enemigos de la guerrilla. Ni amigos del Ejército. Ni representantes del sistema que las FARC dicen combatir. Sólo inocentes trabajadores que reciben cada uno al mes 100.000 pesos (12.000 pesetas) por cortar, lavar y empacar racimos de plátano de sol a sol. ¿Entonces? La respuesta está en el silencio del conductor y de todos los pasajeros cuando el jeep cruza por allí. El miedo obliga al silencio. No son necesarias las palabras para saber que ahora ese pedazo de tierra está tomado por las FARC. Más allá habrá otro que pertenece a los paramilitares, organizaciones de extrema derecha financiadas por narcotraficantes.

Aquí se dispara a diario porque es un territorio rico y porque es el cruce de caminos. Sus amplias costas lo hacen apto para todos los contrabandos y los tráficos de narcóticos y de armas. Es una esquina lejana de la Colombia urbanizada, tan distante que sus actores armados piensan que si ganan la vuelven república independiente. Todos tienen en común un medio para ganar cada metro: el terror contra la población civil. Los amenazan. Los masacran. O los desaparecen.

Por la carretera calcinante, entre racimos amarillos de plátano maduro y soldados dispuestos a disparar, el jeep avanza hacia Apartadó, capital de la región que en su totalidad abarca 1.230.000 hectáreas, 360.000 dedicadas a la agricultura y donde habitan 250.000 personas. La mayoría son pobres, tan olvidados que el Gobierno los clasifica en sus estudios simplemente como "pobres absolutos". Un informe elaborado por un grupo de organizaciones no gubernamentales nacionales y extranjeras dice que aquí el 98% de la tierra es propiedad de una docena de personas. La mayoría del banano se siembra en 240 fincas bananeras de apenas 310 propietarios. Ellos no están aquí. Es demasiado el riesgo. Por eso las administran a distancia, a través de radioteléfono.

En la margen izquierda de la carretera está el cementerio donde traen a muchas de las 2.000 personas que, en promedio, son asesinadas al año en Urabá. Quien pasa por aquí siente la sensación de estar pisando el infierno. Cuando traen un muerto, apenas viene acompañado por su viuda, sus huérfanos y unos pocos vecinos porque los demás "no quieren meterse en problemas". Las lágrimas hacia un cadáver pueden delatar a futuras víctimas. Si las víctimas son de una matanza, como la ocurrida en la madrugada del pasado domingo, donde cayeron 16 personas, el ritual es distinto: una muchedumbre sollozante avanza con los féretros entre una multitud de cámaras de televisión y anuncios presidenciales que ordenan una investigación exhaustiva. "Matanza en Urabá. El presidente promete, castigar a los responsables", dicen los titulares de los periódicos nacionales del día de turno en alusión a hechos ocurridos en la zona durante las administraciones de Turbay, Betancur, Barco, Gaviria y Samper y que hoy reposan amarillentos en las hemerótecas.

Pero los responsables raras veces son castigados o detenidos, sino que aumentan en número, multiplicando sus acciones de sangre. A la última matanza de las FARC responderán con otra, en la que el número de muertos será mayor o igual, los paramilitares o los comandos populares (provenientes del EPL, una guerrilla desmovilizada que cuando estaba alzada en armas tenía el guerrero nombre de Ejército Popular de Liberación y que hoy tiene el lírico de Esperanza, Paz y Libertad) o militares que por acción u omisión también participan en el genocidio. El más amplio informe de la zona elaborado recientemente por una comisión interdisciplinaria dice: "Con testimonios fidedignos, podemos afirmar que ha habido entrenamientos y visitas de miembros del Ejército en los campamentos de estas agrupaciones; hay igualmente evidencias de cómo la policía permite labores de seguimiento, de patrullaje, de interrogatorio de estos particulares armados, sin actuar contra ello!".

En éste laberinto de violencia todos disparan. Disparan los guerrilleros de todas las tendencias contra los otros. Y los paramilitares contra todos los grupos guerrilleros. Y el Ejército contra todo lo que sé mueva. En medio de ellos, una población campesina hecha de inmigrantes. Luz Edilma Acevedo, de 30 años y con cinco hijos, es dos veces viuda. A su primer marido se lo mataron porque los criminales lo acusaron de ser de izquierda. Al segundo por lo contrario. La única verdad es que ella vive en el barrio La Chinita, donde malviven 45.000 personas. Todas sin saber si el día que llega ganarán un pan o la desgracia de un balazo. La impunidad es tal en Urabá que datos oficiales de la Defensoría del Pueblo muestran que el 97% de los crímenes no se aclaran jamás. Por eso a los asesinos no les tiembla el pulso para matar. "Sé, porque la primera vez me ocurrió, que cuando se le tira a alguien, éste debe quedarse quieto. Le da uno en la cabeza y cuando quedan quieticos están muertos", dijo en su confesión un asesino cuando se le preguntó si tenía alguna preocupación por sus acciones.

Pistoleros como él son reclutados por los paramilitares, que buscan instaurar su régimen de terror y vencer a la guerrilla. El líder de los paramilitares se llama Fidel Castaño, fue lugarteniente del extinto jefe del cartel de Medellín Pablo Escobar y hace años que juró no dejar un comunista vivo en Colombia. Hace honor sangrientamente a su alias: Rambo.

Ayer mismo, el dirigente sindical colombiano Oswaldo Olivo Angulo, líder de los trabajadores bananeros del Urabá, fue asesinado en Medellín, a donde había llegado en un infructuoso intento de huir a las amenazas de muerte que le perseguían. Fue acribillado a balazos en una taberna del centro de la ciudad por presuntos paramilitares.

Al lado derecho de la carretera está la sede de la alcaldía de Apartadó. Allí trabaja una mujer joven, de 36 años, de trato dulce, inteligente y sensible.

Se llama Gloria Isabel Cuartas Montoya y con su metro y medio de estatura parece un ángel extraviado en el infierno: "Creo en la paz, y es posible conseguirla por las vías del diálogo", dice. Persiste en su idea, aunque su voz se le ha quebrado varias veces: frente al hilo de sangre que baja por la cabeza del jornalero asesinado en una matanza; o ante el ataúd de alguno de sus asesores, porque los pistoleros cada día se le acercan más. Reta a la muerte y se va de Finca en finca llevando su mensaje, con su voz suave, siempre convencida, jamás con guardaespaldas. No ha perdido el miedo, pero dice que si la protegieran hombres armados, eso iría en contra de su propio discurso.

Stasa Zajovic, presidenta de la organización internacional Mujeres de Negro, que vivió la experiencia en la ex Yugoslavia, se pregunta por qué lo que ocurre en Urabá no tiene suficiente trascendencia en los medios de comunicación internacionales.Las víctimas de Urabá saben que están condenadas al olvido. Llegaron allí atraídos de todo el país por el oro verde. En la década de los ochenta fue tierra de promisión. La población llegó de todos los departamentos. Un verdadero mapa de desamparados, un territorio de gente sin rumbo. Eso explica la actitud de las víctimas. Se cuenta que pocas veces protestan en los segundos que preceden al disparo de una nueva matanza. Se dejan llevar en silencio a la muerte. Resignados porque les llegó el turno.

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