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El vuelco sigiloso

Los dos largos meses entre la noche electoral y la firma del pacto se han caracterizado por el silencio atónito de la sociedad española. A la tensión que trataban de ocultar los círculos mejor informados, seguros de que estaban ocurriendo cambios que marcarán al país para largo -hasta el punto de que hablar de una segunda transición no parece ahora tan desatinado-, los medios, con muy pocas excepciones, han reaccionado con una prudencia, incluso cautela, que hasta ahora muchos echaban de menos. Ha quedado así claramente de manifiesto que la crispación anterior tenía su origen en la persona que encabezaba el Gobierno, al que no le habían faltado repetidas ocasiones de dimitir por mero decoro. Confiemos en que nunca más viviremos situaciones tan vergonzosamente extremas que inciten al país entero -con la sola excepción del jefe de la oposición, que ha prometido no hacerlo- a gritar indignado "váyase, señor Aznar". Es fácil imaginar el panorama de crispación y de desánimo al que hoy tendríamos que enfrentarnos si Felipe González, pese a "lo que ha llovido" -y aquí está el meollo de la cuestión, que no han sido chaparrones, sino un diluvio-, hubiera obtenido un par de cientos de miles de votos más.Que la prioridad de la política española se centraba en sustituir al presidente del Gobierno quedó patente en el temor que embargó a los más distintos sectores sociales de que, con los resultados del 3 de marzo, el más mínimo error pudiera contribuir a que se consolidase para largo un régimen caudillista de corte mexicano. Todo menos prolongar la situación anterior, de la que el partido socialista como colectivo es el máximo responsable por no haber sabido cortarla a tiempo. Desde hacía tres años el país no podía aguantar más de lo mismo. El tramo final de una etapa tan larga como crucial, con sus luces y sus sombras, ha durado demasiado, y sobre todo ha sido excesivamente traumático, con costes muy altos para España pero también para el prestigio de González. Entre sus virtudes no habrá que, contar aquella que distingue a los grandes estadistas, saber marcharse a tiempo.

Si imprescindible era un nuevo presidente, al haber quedado invalidado el ejerciente por responsabilidades políticas graves que no supo asumir, los resultados electorales, sin embargo, han confirrnado que la mudanza en la cúspide del Gobierno no tenía que implicar necesariamente un cambio de partido. Si los socialistas hubieran presentado otro candidato -lo que es tanto como decir si hubieran reaccionado como un partido democrático normal que sabe cambiar a las personas, sean cuales fueren sus méritos pasados, pero que por una u otra razón están agotadas-, volcando González, como hubiera sido su deber, toda su fuerza de arrastre, que obviamente no es pequeña, sobre el candidato designado por su partido, no cabe descartar que ahora tuviésemos una coalición de la que los socialistas tal ve, formarían parte. Y el hundimiento de la izquíerda no habría tenido las dimensiones catastróficas que descubriremos dentro de unos años. La historia contrafactual, no sólo la vivida, ofrece también lecciones valiosas.

Sin la intención prioritaria de sacar a Felipe González de La Moncloa, nada se entiende de lo ocurrido estos dos últimos meses. El negarse a reconocer la realidad, síntoma que ha caracterizado a los socialistas en los últimos años, se ha prolongado algunas semanas. El espejismo que había producido los sorprendentes resultados electorales los ha empujado a deambular, como sonámbulos, desde la vana ilusión, visible todavía en los días que siguieron a las elecciones, convencidos de que el PP no conseguiría nunca colgarse con el nacionalismo catalán, hasta pronosticar que la incompetencia de Aznar le obligaría a convocar elecciones, a más tardar en dos años, en las que el líder natural recuperaría el poder con mayoría absoluta. Poco a poco, según vayan pasando los meses y los años, iremos tomando conciencia de lo que para la destrucción de la izquierda ha significado la legislatura que terminó el 3 de marzo.

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Ahora que el país ha dado tan profundo respiro al haber salido al fin de la privisionalidad en que desde 1993 lo mantuvo González, a todos les parece mucho más verosímil que la legislatura que acaba de empezar dure los cuatro años. Hasta hace unas pocas semanas se admitían apuestas sobre si Aznar podría alcanzar la investidura y, en su caso, cuánto duraría después del año que prescribe la Constitución. Ningún otro candidato había partido de condicionamientos tan negativos ni contaba con peores agüeros en el largo vía crucis que habría de recorrer hasta llegar a la presidencia, pero, una vez elegido -para sorpresa de muchos-, se impone una atmósfera de terca solidez que anuncia permanencia: y ello, principalmente, porque los socialistas han agotado el cupo de provisionalidad que puede permitirse un país.

Instalados en la oposición, quién duda de que ahora han de recalcar el discurso social que habían olvidado en la política que practicaron y sobre todo pondrán énfasis en, los gestos democráticos que tanto habíamos echado de menos en el período anterior. González, un consumado maestro tanto en ceremonias y rituales como en hacer lo contrario de lo que dice -contradicción en que, por suerte, difícilmente se puede caer estando en la oposición-, recuperará pronto su imagen, pero la prueba decisiva de que líder y partido han aprendido la lección de estos tres años -que probablemente les ha costado el poder para largo- consiste en que el afán democratizador que muestren hacia el exterior tenga su correspondiente traslación en el interior del partido: ojalá que el PSOE en los largos años de oposición que le quedan por delante logre, al margen ya de cualquier tentación caudillista, el tan anhelado equilibrio democrático interno, dando salida a la variedad de voces que ha de distinguir a un gran partido de masas, para que desde un auténtico consenso democrático pueda elaborar un nuevo programa de izquierda acomodado a una situación mundial, europea y nacional tan precaria como en vertiginosa transformación.

Como no podía ser de otra forma, las negociaciones se han llevado a puerta cerrada ante un país estupefacto, pero curiosamente esperanzado, aunque no trasluciese más que la impresión, no sé si cierta o exagerada, de que Aznar, para conseguir la investidura estaba dispuesto a hacer todas las concesiones que fueran necesarias. Si asumimos la prioridad de sustituir al presidente en funciones como condición mínima de oxigenación del ambiente y además consideramos que el enraizamiento del Estado de las autonomías no sólo ha de ser un objetivo prioritario para cualquier Gobierno, sino que en cierto modo constituye la asignatura pendiente de una derecha que parecía incapaz de desprenderse de un centralismo trasnochado, tendremos que aprobar globalmente la gestión de Aznar en estos dos meses decisivos, por lo menos antes de pasar a un recuento detallado de los costes que puede originar la operación, con tanto más entusiasmo al haber quedado patente que sabe responder a una situación enrevesada con las medidas oportunas, por mucho que algunas se opongan a los prejuicios mejor asentados de parte de su electorado. Sólo nos queda confiar en que en la negociación con los sindicatos Aznar nos depare también alguna sorpresa no menos reconfortante, máxime cuando rebasar por la izquierda la política social de Felipe Gonzá-lez está al alcance de cualquier conservador inteligente. Fuera de Cataluña se ha insistido menos en que el pacto ha supuesto también un cambio radical en CiU, aunque no fuera más que por el simple hecho de haber llegado a un acuerdo con el PP, que a muchos, dentro del nacionalismo catalán, parecía contra natura.

Con una novedad de la que hay que congratularse, y es que se ha publicado el texto del pacto de legislatura firmado por PP y CiU. Ya habrá ocasión de dedicarle el comentario que merece. Entretanto, mantengamos la cautela de que España ha dado prueba en estos meses y, sin echar las campanas al vuelo, hagamos público lo que es ya una impresión general: en dos meses decisivos, Aznar ha dado cumplida cuenta de su capacidad política.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

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