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Los genéricos

Fuerte acidez de estómago debió padecer don Miguel de Unamuno cuando soltó aquello de "que inventen ellos", aunque su razón estuviera en el enmascaramiento patriótico de nuestra escasa capacidad para crear cosas. Como suele ocurrir, la fama sostiene, precisamente, todo lo contrario. La aportación al acervo es corta en una exigente sinopsis: la guerrilla, el submarino de Issac Peral, el Opus Dei, el bicarbonato de Torres Muñoz y, quizá, la tortilla de patatas. Ingeniamos poco; incluso los más populares espacios de la televisión se basan en ideas ajenas, importadas a través de onerosos royalties; la cooperación indígena suele reducirse a los tacos y las expresiones escatológicas, que son de general agrado.El otro día reseñaba EL PAÍS unas curiosas revelaciones, hechas en Madrid, acerca de algo en lo que somos tan entusiastas como al fútbol y, antes, a los toros; el consumo o, al menos, la solicitud de medicamentos y el fabuloso gasto que supone para la raquítica economía nacional. No a causa de una enfermiza afición a los potingues, sino hacia lo más costoso, si resulta gratuito, o así lo creemos. Lo que gastamos en botica representa la cuarta parte del presupuesto sanitario, cuando en los países industrializados oscila entre el 7% y el 13%. La causa, según las mismas fuentes, parece estar en la índole de protección a lo que es mera copia de técnicas foráneas, sin contribuir siquiera con reniegos, palabrotas o incidencias. Lo más chinchante es que, en buena parte, puede remediarse por medio de fórmulas sumamente sencillas practicadas donde se ha reducido y simplificado la nómina de estas drogas, reduciendo el control y vigilancia de la idoneidad, calidad y precios a ni veles satisfactorios.Se trata de acomodar lo que lleva el acertado nombre de genérico; o sea, común a muchas especies y contrapuesto al concepto farmacológico de específico, que requiere convencionalismos patentados. En resumen, concierne al medicamento cuyos principios activos, fórmula, excipiente y dosis son avalados por la garantía de un laboratorio solvente y la supervisión sanitaria oficial y responsable. Volviendo al modelo televisivo, que mide la estulticia o el nerviosismo del concursante: la aspirina, por ejemplo. Es un genérico que se multiplica en apellidos accesorios. La comercialización de esas sustancias básicas representan casi la mitad de las medicinas que se consumen en Estados Unidos, referencia siempre obligada, y supone el abaratamiento del 70% en los precios. Lanzados a la voluptuosa vorágine de los números, nuestro gasto en farmacia llegó el año pasado a los 800.000 millones de pelas, y esto de raspar el billón lleva consigo la certidumbre de que acabará por alcanzarse.

Hay quien achaca, con perspicacia, la situación a la falta de una cultura del medicamento, que incluye al médico, al farmacéutico y engloba a la ciudadanía. Es, pues, mentecato y beocio atribuirlo frívolamente a la predilección por lo caro sobre lo bueno, cuando es, como casi siempre, un problema de ignorancia, remediable a través de la universidad que alcanzan los medios de comunicación. Aludía el periódico a la coexistencia de 38 marcas diferentes para aliviar el catarro (la investigación científica mundial no ha logrado curarlo), sin que el más caro fuera el mejor y, además, se tratara de una triste copia y una coartada, para coincidir con Unamuno.

En tiempos pasados se empleaba la expresión vademécum para referirse -como lo define la Real Academia Española- al libro, de poco volumen y fácil manejo, sumamente útil y esclarecedor para las consultas inmediatas; hoy se sigue editando completo un tomo prolijo, donde se extraviaría, sin remedio, la atención y el criterio de los facultativos.

El asunto es prioritario y de envergadura, al afectar a la entera población; merece llegar al conocimiento general y que se produzca esa saludable presión, de abajo hacia arriba, tan necesaria y casi siempre eficaz. Ahorrar alrededor de 500.000 milloncetes venderla como pedrada en ojo de boticario. ¡Pues que se generalicen los genéricos, córcholis! (Cualquier niño, de cualquier sexo, en edad ligeramente superior a los seis años, puede surtir de gran variedad de, imprecaciones equivalentes que, en otra época, sólo empleaban los legionarios cuando se machacaban un dedo con el cerrojo del fusil).

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