La herencia de F. G.
NINGÚN JEFE de Gobierno elegido democráticamente en España ha permanecido tanto tiempo en el cargo como Felipe González: más de 13 años, 161 meses, han transcurrido entre aquel diciembre de 1982 y este comienzo de mayo en que entrega el testigo a José María Aznar. En el último tercio del siglo pasado, Cánovas fue presidente del Consejo en cinco ocasiones y Sagasta en siete, pero ninguno de los dos sumó en total más de una década en el puesto. Tal vez sea demasiado pronto para establecer un balance definitivo de la gestión de González, entre otras cosas porque sigue en activo -y en primer plano-, aunque desde hoy al frente de la oposición. Pero es seguro que la España que gobernará Aznar será muy diferente a la que González se encontró: más moderna, más democrática y plenamente integrada en el mundo. Tiene, también, problemas graves, muy similares a los de cualquier otro país de nuestro entorno.Si la eficacia de una gestión pública se mide en términos de crecimiento económico, cohesión social y reforzamiento de la democracia, el balance será seguramente positivo. La evidencia demuestra que en estos años ha cambiado la cara del país. Hoy existe una sanidad pública universalizada -con todas sus limitaciones-, una educación garantizada para todos y unas infraestructuras -de las autovías al AVE- a la altura de cualquiera de los países del entorno europeo. Claro que no le faltarán problemas que resolver al Gobierno de Aznar, entre ellos el de dotar de la necesaria calidad a esos servicios, pero ya no serán los de un país manifiestamente atrasado que lucha por lograr la normalización democrática.
González llegó al poder menos de dos años después del golpe del 23-F, y el mismo día de las elecciones estaba prevista otra asonada militar. De los socialistas se esperaba, sobre todo, la consolidación de la democracia. Por eso contaron con el respaldo de sectores del centro y de la derecha liberal que en países más estables habrían votado a partidos de ese signo. González partía con el viento a favor de un reforzamiento del aprecio a los valores democráticos propiciado por el susto del 23-F; también, como consecuencia de lo anterior, con una mayoría absoluta que le permitía encarar algunos problemas, como la reconversión industrial, que la UCD apenas había podido abordar, y otros, que sí había abordado, pero no resuelto. La subordinación del Ejército al poder civil había sido durante 150 años una aspiración de los demócratas españoles. Que hoy pueda hablarse del problema militar en pasado -hasta el punto de que el debate actual sobre las Fuerzas Armadas se circunscribe a cuestiones como la de los objetores de conciencia o propuestas como la supresión de la mili -constituye, un logro indiscutible de esta etapa. Que ni siquiera llegase a inquietar la vieja cuestión religiosa, clave todavía en la tragedia española de los años treinta, es un mérito que comparte toda la generación que hizo la transición. Pero la experiencia de la II República había enseñado también que nada conspira tanto contra la consolidación democrática como una situación económica desfavorable. Por eso se consideró prioritario garantizar un crecimiento suficiente para amortiguar las tensiones sociales. Trece años y medio después, la economía está mucho mejor que en 1982, aunque sigue enfrentada a problemas tan serios como el del paro.
Política y economía
La renta per cápita de los españoles ha aumentado desde ese año en un 43%, pero apenas ha progresado en relación a la media de la Unión Europea. La tan deseada incorporación a la Europa comunitaria, efectiva desde el 1 de enero de 1986, fue otro objetivo prioritario de la primera legislatura socialista. Desde el inicio de la transición se había considerado la integración en la Europa comunitaria, próspera y democrática, como un factor de estabilidad y una garantía contra tentaciones involucionistas. Esa integración exigió una rectificación de los socialistas respecto a la OTAN que dividió fuertemente a la izquierda, dejando cicatrices que aún perviven. González prefirió asumir ese riesgo a los derivados de mantener una excepcionalidad española en materia de defensa que inevitablemente habría incidido en la negociación para la incorporación a la CE. El argumento según el cual no es lo mismo no entrar que salir una vez dentro sirvió para justificar una rectificación que fue muy polémica entonces, pero casi nadie cuestiona hoy. La vieja aspiración de los demócratas españoles de acabar con el aislamiento internacional de España, una constante de los dos últimos siglos, se ve hoy simbolizada por la presencia de ciudadanos españoles al frente de instituciones como la OTAN, la Unesco o el Comité Olímpico Internacional, entre otras.El fuerte crecimiento en la segunda mitad de los ochenta se caracterizo por su compatibilidad con importantes desequilibrios que acabarían determinando la pérdida de competitividad, cuyos efectos se harían visibles en la crisis de 1992-1993, en que se perdieron tantos empleos como se habían creado en el lustro anterior. Con todo, la tasa de paro registrado es ahora ligeramente inferior al existente en 1982, y por primera vez en muchos años la fase de crecimiento coexiste con una reducción de los desequilibrios, especialmente la inflación. Ello crea las condiciones para un crecimiento sostenido en el futuro, aunque hay algunas hipotecas. La más grave, una relación entre el número de personas ocupadas, unos 12 millones, y el de pensionistas, más de 7 millones, que es la peor del continente. Es difícil, así, reducir el déficit y la deuda de acuerdo con el plan de convergencia. El importe actual de la deuda equivale al 65% del PIB: una proporción que dobla el 31% de 1982.
Con esa salvedad, la situación económica, y la del país en general, está ahora bastante más despejada que la que se encontraron los socialistas, y algunos de los problemas que hoy preocupan son en parte consecuencia de haberse superado otros más graves que les precedieron. El paro es, en buena medida, efecto de la modernización del aparato productivo, de la incorporación de la mujer al mercado laboral y de la recuperación de los dos millones de emigrantes españoles de los años sesenta y setenta. La elevada deuda es, en gran parte, consecuencia de la radical transformación del viejo Estado centralista en el actual Estado autonómico y del paralelo fortalecimiento del Estado de bienestar. Ambas cosas son caras, pero necesarias: basta contemplar los desastres de otros países con tensiones nacionalistas que han vivido en los últimos años procesos de transición sin ese doble colchón amortiguador. El gasto de protección social ha pasado de suponer el 18% del PIB en 1980 al 24% en la actualidad. Ese esfuerzo que los países desarrollados de Europa habían realizado a lo largo de 30 años ha tenido que realizarse aquí en la mitad de tiempo.
España no es ya la excepción europea, un país diferente por su atraso, su incultura y su inclinación a la tragedia. Incluso los problemas -el déficit público, la inserción de la juventud, el paro- son similares a los de los otros países europeos, con la probable excepción del terrorismo, nuestra herida más autóctona y a la que siempre irá unido el gravísimo error de la actuación de los GAL. La mayor paradoja consiste en que esa modernización del espacio físico, de la economía y de las costumbres sociales, que ha favorecido el asentamiento del sistema político democrático, coexiste con un cierto descrédito de la política y de los políticos por efecto de la lacra, de la corrupción; algo que nadie podía sospechar en 1982 y que ahora ha permitido a los conservadores llegar al Gobierno con la bandera de la honestidad en la mano: la misma que enarbolaban los socialistas hace 13 años. La diferencia es que los ciudadanos se han curado en estos años de cualquier ilusión ingenua sobre la naturaleza humana.
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