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Tribuna
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El relevo

Antonio Elorza

En el último momento, el frágil equilibrio quebró. Tras varias semanas de magistral dominio de la escena, invirtiendo su imagen de perdedor, Felipe González no resistió a la tentación de hacer valer por última vez su control de los medios de comunicación estatales y se hizo entrevistar por espacio de hora y media en Informe semanal de TVE-1. Ahora que soplan vientos de Conan el bárbaro al dar título a las reflexiones políticas, no fue el ronco alarido del vencedor, sino el sordo estertor del vencido. Poco podía decir, abocado como está al abismo de abandonar la gestión, y demasiado pronto para anticipar las críticas del debate de investidura. El autobombo sobraba, y también el "gobierne, señor Aznar" que delata a un hombre poco cortés hacia sus adversarios políticos. Y sobre todo sobraba el último ejercicio de manipulación de un medio público, encontrándose ya "en funciones", al borde de efectuar el traspaso de poderes. Por supuesto, cabía un informe, si no objetivo, por lo menos plural, en torno a los 13 años largos de gobiernos presididos por González. Nunca el monopolio del discurso por parte de quien debería haber sido el objeto del análisis. Unica compensación: queda de este modo clara la disyuntiva ante la que se encuentra Aznar, de dejar las cosas como están, adaptando en beneficio propio el control y la manipulación ejercidos sobre la televisión y la radio públicas, o de conferir a ambas la autonomía propia de la democracia. No es una cuestión secundaria.Aunque de momento lo parezca, dado el protagonismo que asume el concierto de voluntades entre el PP y los partidos nacionalistas, concretado en el pacto de Barcelona. Como tantos comentaristas han subrayado, es un momento histórico, al superarse por vez primera el divorcio tradicional entre la derecha española y los nacionalismos conservadores. De ello sólo cabe felicitarse, dado el peligro que revestía el ambiente de confrontación en que han vivido unos y otros durante las últimas décadas. El PP asume la plurinacionalidad, y catalanistas y peneuvistas reconocen la exigencia de aportar sus fuerzas a la mal llamada gobernabilidad de España. Los tabúes simbólicos quedan atrás. El despliegue puntual del pacto, superando la confusión de las relaciones PP-PSOE, constituye también un dato positivo, acompañado de la previsible supresión de la mili. Son cosas que de momento nos hacen olvidar el presagio razonable de un gris sobre gris en la composición del nuevo Gobierno.

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Los problemas, no obstante, siguen más allá del convenio-núcleo entre Partido Popular y Convergència i Unió. La formación catalanista suscribe un pacto de legislatura, cargada de buena conciencia, pero sigue sin participar en el Gobierno del Estado, lo cual genera una situación anómala en el cuadro de los sistemas democráticos -alcanzar cuotas de poder sin responsabilidad de gestión-, y abre siempre la posibilidad de que por una motivación particularista provoque la caída del Gobierno PP minoritario, como antes hiciera con el PSOE. Es un partido-bisagra singular, que además ha ofrecido la imagen en la negociación de una abierta preferencia hacia sus intereses en relación con los del Estado, por muchas declaraciones abstractas que se incluyan en los preliminares del pacto. Se mantiene el objetivo de Maastricht, pero ha sido claro que la reforma del Estado, en la dirección propuesta por CiU, ha prevalecido sobre las exigencias de fijar prioridades para el ajuste a corto plazo que se derivan de los criterios de convergencia. Sólo una coyuntura económica muy favorable podrá aminorar las tensiones que ha de provocar tanto la persecución del doble objetivo, como el previsible incremento a medio plazo de las desigualdades interregionales.

El tiempo de celebraciones será bien corto para José María Aznar.

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