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Casa de Fieras

Andrés Trapiello

Desde hace ya muchos años se organiza en Madrid una gran feria de libros nuevos. Hay otra de libros viejos, desde bastantes puntos de vista más interesante, pero es la otra, la de libros nuevos, la que congrega a una gran población cada año, gente de Madrid mayormente, pero también de toda España.A una la adorna el silencio monacal de los coleccionistas; la otra, en cambio, es ruidosa. Una es refugio de misántropos, y la otra, verbena de optimistas. Una está basada en escritores muertos; la otra, en escritores vivos. Siempre que inauguran estas ferias de libros los alcaldes de Madrid dicen frases oportunas. Una de ellas, que siempre he encontrado bonita, es ésta: "La fiesta del libro es para todos"; cuando el alcalde era de izquierdas, también decía frases con un gran sentido: "Ésta es una actividad lúdica", decía con entusiasmo. No sé de quién fue la idea, pero la feria de libros nuevos la pusieron en el mismo lugar en el que estuvo antaño: la Casa de Fieras. Se llevaron las jaulas y trajeron las casetas de libros, trasladaron los monos y los viejos tigres y convocaron a los escritores para que la gente les echara un vistazo. Se pasó de la fiera a la feria.

Hubo un tiempo feliz, no tan lejano, en que un lector no conocía el aspecto de los escritores contemporáneos a los que leía. No sabía si eran altos, guapos, ricos, pobres, inmorales, escrupulosos, con los dientes podridos como Stendhal o Balzac o los ojos claros como Keats, si eran don juanes o sanbrunos. Tripudos y desaseados como Flaubert o elegantes como Larra. No sabía de ellos más que lo que le permitían conocer sus libros. Se movían por emociones y sentimientos. Ni siquiera por ideas estéticas. Es más: había grandes lectores que, si se hubiesen cruzado con su librero, tampoco lo habrían reconocido, porque toda su relación con él no pasaba de epistolar, limitándose a minuciosos, corteses y puntuales pedidos y consultas.

Desde el romanticismo, en que las señoritas y señoras en edad de merecer empezaron a exigir de los editores la efigie de sus autores predilectos para ponerle rostro a sus pasiones, la edición de libros conoció algunos cambios irreversibles, y se extendió la práctica de incluir un retrato del autor en cada volumen.

Desde entonces, tal retrato ha conocido diferentes emplazamientos. Del interior saltó a la portada, volvió al interior, salió para quedarse en la contraportada, y luego bailó su minué en la camisa, en una faja, en las solapas... La gente, que ha aprendido también mucho de las mismas fieras, es, sin embargo, insaciable, y ya no se contenta con la fotografía de los autores, sino que exige verlos, hablarlos y, si se dejan, tocarlos, lo cual nos pone ante la interesante paradoja de ver que hoy, en muchos casos, más que tal novela o tal poema es importante la cara, labia y palmito de su autor.

Ignoro de cuándo data la costumbre de rubricar el ejemplar de un libro. No es, sospecho, muy antigua, y, generalizada, podemos suponerla de la segunda mitad del siglo XIX. Mi ejemplar de La Fontana de Oro lleva la firma autógrafa y una dedicatoria de Galdós a José María de Pereda. Por qué razón Pereda se des hizo de ese ejemplar o por que razón llegó a los arroyos del Rastro (el libro, no Pereda, que también) es cosa de gran misterio, pero que no viene al caso. Se conocen ediciones de Les fleurs du mal de dicadas de Gautier, incluso anteriores, de Greorge Sand y de Beyle. Conozco un ejemplar de la Metamorfosis dedicada por su autor a un amigo, y los insignificantes folletos de sus poemas ingleses, dedicados por Pessoa a Adriano del Valle. En todos los casos se ve que son dedicatorias a gentes del gremio, a camaradas, a colegas, bien como ejercicio de la amistad, bien para perseguir el bombo, la gacetilla...

De la dedicatoria como muestra de amistad o de estrategia literaria a la, dedicatoria indiscriminada se pasó en muy poco tiempo, apenas en 30 años. Esta dedicatoria que llamaremos boba tiene todas las trazas de haber sido una ocurrencia diabólica de algún director de marketing americano de los años treinta o cuarenta como cebo para vender más libros.; seguramente fue la obra de alguno de esos demagogos dispuestos en todo momento a confundir la democracia con las cuatro témporas si con ello podía obtener un pequeño beneficio. fue cuando la literatura cambió de nombre y se llamó. mercado. SÍ la dedicatoria había tenido hasta entonces un sentido, dejó de pronto de tenerlo y pasó a no perseguir otro fin que vender ese mismo ejemplar en el que se estampaba la firma de su autor con el señuelo de que de ese modo se valorizaba el libro, cosa absurda. La mayoría de las dedicatorias no valen nada, porque la mayoría de los libros está llamada a ser eso que los estilistas llamaron finamente "pasto del olvido". En cuanto al autor, la cosa no puede resultar más deprimente: cada vez que firma un libro puede ganar unas 100 o 200 pesetas. Conozco a algunos colegas que pagarían de su bolsillo para ahorrarse el trago.

Al principio sólo llevaban al Retiro a los consagrados, pero pronto los avispados editores y libreros comprendieron que quizá podrían consagrar, a base de ponerlos a firmar libros, a los noveles y desconocidos, lo que, unido a la vanidad de no pocos de nosotros, hace que las listas de firmantes leídas por los altavoces sean ya tan interminables como las de los caídos por la patria.

A la mayor parte de los escritores que conozco les gusta, sin embargo, venir a esta feria madrileña. Unos adoptan la pose de la esfinge; otros, la del payaso, o sea, unos de león, otros de babuino, pasando por todas las fases intermedias. Cuando les preguntan por qué acuden a firmar, dan explicaciones muy convincentes, hablan de contacto con el pública y de lectores de carne y hueso que los bajan de sus nubes, que los sacan de sus torres de marfil. Entonces aliñan unas frases tan bonitísimas como las de los alcaldes, quizá un poco más élevadas, que no persiguen, como se ve, la adulación indecente: "Necesito, del lector, saber que existe, saber que es él quien va a tenderme una mano para sacarme del abismo de la soledad, etcétera". En fin, esa clase de rancho.

Una vez llevaron a Borges a firmar a una de esas barracas, cuando Borges estaba ya ciego. Se formó una cola de 300 o 400 personas. El viejo garrapateaba algo indescifrable y ponía esa cara que se les pone a los ciegos, que porque no ven creen que no les ven, expresión seráfica que hacía imposible saber si se reía de los demás o de él mismo, o de la escena, bastante cómica. La gente, en cambio, se lo tomaba muy en serio. Un partidario del autor de Otras inquisiciónes me mostró con gran unción el raro ejemplar que acababa de dedicarle su maestro. Le dije que si le placía, y a falta de Borges, yo mismo podía hacerle algo parecido no sólo en los libros de este escritor argentino, sino prepararle otras frasecitas muy finas de Petrarca, de Shakespeare, incluso de Cervantes, lo cual sería muy lúdico también, muy altruista y surrealista, que son corrientes del arte perfectamente entronizadas hoy día en todas las academias.

Otra vez pudo verse rodeado de discípulos a un escritor célebre en España hace años por sus violentos discursos contra el Estado. Daba que pensar ver a un hombre que no creía en el Estado y sí en las ferias del libro. Estaba, por cierto, un poco más allá de aquel que acababa de publicar un artículo en el que confesaba la mucha, pena, y hasta lástima, que le dábamos sus colegas, siempre atrafagados, atropellándonos y poniéndonos la zancadilla mientras él, ajeno al tráfico del mundo, miraba desde un virgiliano recreo nuestros insignificantes afanes. Quizá esta imagen se la inspiraba al articulista verme a mí en alguna de las dos o tres ocasiones en que me llevaron un año a firmar libros. La experiencia no pudo resultar mejor. Es cierto que no alcanzó uno a firmar tantos libros como Borges, pero hubo, en cambio, momentos no menos memorables en los que uno olvidó no sólo la infamia, sino la ignominia del mundo. En cierta ocasión, una tarde sofocante, llegó una señora y me preguntó: "¿Ha escrito usted ese libro?". Sí, respondí. Esa es una pregunta que luego me dijeron que hacen mucho. ¿De qué trata? Yo sonreí como los ciegos, pero la señora no se dio por vencida, y volvió a la carga: "¿Usted cree que me gustará?". Fue entonces, lo recuerdo muy bien, cuando le dije: no, señora, si hace usted esa clase de preguntas veo difícil que le pueda gustar. La mujer se marchó de allí indignada, me insultó, tiró del brazo de su marido y se lo llevó a otra caseta en busca de alguien un poco menos energúmeno. Quizá el del retiro virgiliano. Antes de perderse para siempre en mi vida creí leer en la mirada del marido un desesperado gesto de solidaridad conmigo, al tiempo que pedía comprensión para el género humano.

¿Qué fueron de todas aquellas personas con las que crucé entonces unas pocas palabras banales y a las que no he vuelto a ver nunca más? Sé que debería sentir agradecimiento hacia ellas porque compraron mis libros", y sin embargo, no siento nada, ni indiferencia siquiera. Se conoce que tengo el alma ya un poco podrida por el cinismo, aunque también es cierto, en favor de mi maltrecha moralidad, que tampoco me imagino a la mayoría de los escritores que me gustan, a Kafka, a Pessoa, a Proust, por ejemplo, firmando libros en el Retiro.

Si es verdad que los escritores buscan lectores que les entiendan, los míos han de comprender estas palabras, y sabrán, si mi mala suerte me lleva de nuevo a una caseta de feria, que uno añora la época en que los escritores escribían y los lectores leían, aquella época en que ni siquiera era obligatorio que se tratasen unos y otros. Pienso en esos lectores, es verdad, pero les veo tan desconcentrados como yo mismo, sin demasiadas ganas de juntarse y hablar, amantes de andulear por ahí, sin compañía, un poco sueltos, como los perros que había antes en las ciudades, a un tiempo desgraciados y felices de su libertad y de su soledad.

Uno es amante de la vida y poco del salón, pero uno también, como el Feijoo de Fortunata, es partidario, aunque no lo parezca, de las formas, y es posible que por las formas acabe uno de nuevo conducido a la Casa de Fieras. No pido gran cosa a los compradores de mis libros. Deseo que se entretengan con ellos, y, si es posible, que hallen en ellos la emoción que yo he encontrado en otros muchos, pero pedirles, nada. ¿Quién es uno para pedir nada, y menos a quien lo da todo? Acaso, si alguien se llega adonde yo estoy, le pediré un poco de comprensión para la pregunta que, como el viejo don Pío, puede que haga: "Dígame, caballero (o señora, o señorita),¿qué prefiere que le ponga, amigo o querido amigo?". Luego, Baroja tampoco se rompía la cabeza, y escribía: "Al amigo Perales, Baroja".

Andrés Trapiello es escritor.

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