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Catalanes

Enrique Gil Calvo

Cuando entramos en la semana decisiva para el logro de los acuerdos de investidura, cunde la impresión de que nos estamos jugando mucho más que el estreno del primer gobierno de Aznar. ¿Es cierto que se va a producir una divisoria en la historia de España? ¿Tan trascendentales van a ser las consecuencias del acuerdo que van a, introducir una solución de continuidad histórica, separando un antes y un después del pacto entre la derecha castellana y los nacionalistas? ¿Se van a sentar por fin las bases de la vertebración territorial de España? Es tanta la expectación que se está creando que si al final sólo se produce un mero arreglo para cubrir el trámite, los gritos de abucheo pueden generalizarse. Pero si la cosa va en serio y de veras se refunda el Estado, son muchos (empezando por los electores de Aznar) los que comenzarán a asustarse.De hecho, ya desde el mismo 3-M surgieron voces alarmadas que se dolían de los resultados electorales, lamentando que nuestro destino común dependiese del arbitrio de un puñado de catalanes. Hubo incluso presuntos demócratas que pusieron en duda la legitimidad de un sistema electoral que concede tanto poder decisivo a quienes sólo representan un 6% de votantes. Otros, más resignados o realistas, lo aceptaron como mal menor, que exige hacer de necesidad virtud. Pero todos parecen lamentar un diseño institucional que otorga a los catalanistas (segundo partido en la preferencia de los catalanes) el papel de árbitro en Madrid. Pues bien, creo que se equivocan.

Desde luego, lo que resulta indiscutible es la plena legitimidad de las bisagras arbitrales. En las democracias de sistema proporcional, donde el electorado aparece naturalmente dividido entre dos grandes partidos de centro-derecha y centro-izquierda, el poder siempre está sometido al control de la minoría arbitral. Y es bueno que suceda, pues sólo así se evitan los imprevisibles efectos perversos que generan las mayorías absolutas. Esto parece evidente, y no creo que nadie lo discuta. Lo que pasa es que aquí, entre nosotros, se acepta mal que la bisagra arbitral la detenten los catalanistas. Se dice: es bueno que aparezca una bisagra central y homogéneamente repartida por toda la geografía española (¿como Izquierda Unida?), pero no es bueno que la bisagra se concentre en una sola Comunidad Autónoma lo que le confiere un poder excesivo sobre todas las demás.

Pero así son las cosas: haciendo uso de su soberanía, los electores catalanes se dotan de representación política propia, enteramente independiente de los partidos centralistas; y esto es algo que no logran hacer las demás comunidades autónomas, que carecen de repiresentación propia o la tienen dividida. Aquí reside, precisamente, el hecho diferencial catalán. Nuestra historia ha hecho que sólo los catalanes hayan logrado construir una sociedad civil propia, capaz de elevar su voz en Madrid (mientras los vascos se enfrentan a gritos entre sí, incapaces de hacerse escuchar en España). Las demás comunidades autónomas no han sabido construir auténtica sociedad civil, por lo que se limitan a obedecer las voces que les llegan desde las cúpulas de los partidos con sede en Madrid.

Pero esta diferencialidad catalana no es sólo un hecho, ni menos un mal menor, sino que, además, es una virtud. En efecto, me parece muy benéfico que la bisagra española la ocupen los catalanistas, pues la sociedad civil catalana es el buque insignia de la flota española. Como reconocen los demás españoles cuando hablan en serio, los catalanes representan, en todos los sentidos, lo mejor que tenemos, pues toda nuestra modernidad (económica, cultural y cívica) entró en España procedente de Europa a través precisamente de Cataluña. De ahí que a todos nos convenga que los catalanes sean nuestra locomotora, pues lo que hoy es Alemania (y Kohl) para Europa, lo es también Cataluña (y Pujol) para España. Afortunadamente, Aznar está obligado por el electorado a reconocerlo así.

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