Géneros menores
No sabemos si la realidad imita al arte, pero la vida municipal copia al género chico. La trifulca montada entre un concejal de Izquierda Unida y Gustavo Pérez Puig parece una escena costumbrista a la que le faltaba la castañera; menos mal que acudió al quite Alvarez del Manzano y suplió con chispa esa carencia.Así que ya tenemos el sainete completo. La gracia, al parecer, está en que el personaje de Izquierda Unida recurre a imágenes religiosas para describir su situación ("el alcalde es capaz de vender a sus concejales por 30 denarios, como hizo Judas con Cristo"), mientras que el director de teatro exprime su bagaje intelectual de derechas para defenderse de los ataques del rojo ("es un imbécil y un oligofrénico").
El alcalde, entretanto, recita un parlamento monjil para dejar claro al lado de quién está, aunque al mismo tiempo anuncia la apertura de una investigación al objeto de depurar responsabilidades.
Abrir un investigación en un caso como el que nos ocupa es como mirar un burro al microscopio o utilizar un bisturí de precisión para limpiar una sardina. Pero en los sainetes este tipo de tonterías produce muchas carcajadas, como que los personajes tengan nombres contradictorios. Por eso el concejal implicado se llama Franco González, lo que mata de risa a sus adversarios políticos. De la señora de Gustavo Pérez Puig, que completa el reparto, no decimos nada porque suele dejarse defender por su marido, de¡ que ya hemos señalado que si te golpea con su bagaje intelectual te deja en el sitio.
El género chico tiene, frente a otras categorías literarias, una capacidad de reproducción sin límites, quizá porque su práctica no exige estudios de ninguna clase. De manera que si colocas al frente de la corporación a un sujeto un poco castizo, enseguida se llena de matanzas la vida municipal. O sea, que aunque Gómez Angulo, el de cultura, se empeñe en elevar el nivel con homenajes a Gerardo Diego, la cosa no tiene arreglo, al menos mientras la realidad local alimente esta vocación de género menor que contamina sucesos cotidianos tan mínimos corno el de la compra de una caja de aspirinas.
A ver si no es un sainete, por ejemplo, lo del Colegio de Farmacéuticos, dominado por unos comerciantes que inventaron la rueda para evitar la competencia, y ahora, de súbito, padecen un ataqué de responsabilidad que les ha llevado al convencimiento de que lo suyo es un servicio público, incluso cuando venden una pulsera de cobre para curar el reúma o un potito de manzana tres veces más caro de su precio.
Cada vez que salen los responsables de ese colegio por la tele parece que están reponiendo a Mesonero por el gracejo con el que se expresan y por esa soltura de lenguaje tan típica de las castañeras madrileñas. Total, que han elevado a la farmacéutica Lastra, la de las 24 horas, a la categoría de un personaje rebelde, típico también del género chico, pues la verdad es que la pobre no se rebela contra nada; ha echado cuentas, simplemente, y ha comprendido que para sacarle el rendimiento económico adecuado a un local de Conde Peñalver es necesario abrirlo 24 horas.
Pero el sainete es como una mancha de aceite, así que el otro día se presentó en la tienda de esta mujer un notario de zarzuela haciendo preguntas de verbena de la Paloma: que si vendía, por ejemplo, en su establecimiento "productos de higiene personal, de óptica, cosméticos o dietéticos". Se olvidó de las pulseras de cobre, de los chicles sin azúcar y de los caramelos de eucalipto.
Uno no duda que detrás de este conflicto mercantil, o de servicio público si se empeñan en llamarlo así los inventores de la fórmula magistral de la rueda, haya un problema real que convendría resolver, del mismo modo que es preciso encontrarle una solución a la contundencia intelectual de Gustavo Pérez Puig.
Pero si los problemas reales de los madrileños continúan manifestándose en forma de sainete y las autoridades no reprimen su vocación de castañeras, lo municipal no abandonará nunca su condición de espeso. La vida imita al arte, sobre todo al malo.
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