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Sí, ha llegado usted a Madrid

Viniendo por el aire, la primera prueba de que uno ha llegado realmente a Madrid se produce cuando se sale del edificio de mármol de Barajas y uno se encuentra a ciertos taxistas seleccionando a los turistas más tiernos para merendárselos con un buen tintorro y retirarse a ver el partido tranquilamente por la tele, con el bolsillo abultado y la alegría por el trabajo bien hecho.Es algo que ya sólo se produce en muy pocos sitios de Occidente, por lo que sería cuestión de que el concejal de Cultura de un Ayuntamiento que ya ha insinuado sus desvelos por la esencia y la tradición, violeteras y flamenco, se preocupase ahora por institucionalizarlo de algún modo. Quizá se podría encargar una estatua: Taxista castizo seleccionando cabezas en la feria agropecuaria del turista. Se podría instalar en la zona internacional, de modo que los viajeros que llegan en busca de Velázquez (y de Goya) a esta ciudad, uno de los centros culturales de Europa según la unánime retórica de los políticos, comprendieran que lo que van a presenciar y padecer no es una versión local del caos tercermundista, sino algo deliberado, buscado, nuestro. Lo genuinamente autóctono es siempre un altar inatacable. ¿No tienen los ingleses a sus hooligans y los catalanes el pan con tomate? Nosotros tenemos el mercado del turista en la puerta de Barajas.

Lo más admirable es el empeño que ha puesto siempre el Ayuntamiento, con independencia de la ideología de sus ediles y desde Franco hasta nuestros días, para evitar que la Policía Municipal pueda llegar a estropear esta fiesta en vivo con tan siquiera la sombra de su presencia: es la tradición picaresca, deben de pensar, mientras leen las páginas de sucesos, de negocios y de fútbol de los periódicos: el Lazarillo de Tormes, la Celestina, el Buscón, la Regenta...

Un espectáculo igualmente aleccionador es ver cómo el alcalde Álvarez del Manzano ha comprendido a tiempo la filosofía del mercado con la que ahora nos vamos a terminar de enterar de cuánto valen los peines y hasta los cepillos, y permite que los taxistas se lo monten solos, sin ayudas estatales. Liberalismo en estado puro: ni Manchester ni Chicago. Escuela madrileña. Y no hace falta publicar estadísticas-. Los resultados se pueden seguir en el entusiasmo de quienes logran pillar turista tierno 37 el enfado de quienes se tienen que conformar con ganado autóctono. A veces es posible encontrarse con un taxista que también se enfada con el espectáculo -si es que se consigue dialogar a través del volumen de su radio-, pero ésa debe de ser la minoría silenciosa porque cada vez se la oye menos.

La radio es la segunda prueba de que sí, impepinablemente, hemos llegado a casa. Junto con la egipcia y la de Santo Domingo (véase la última edición' de Ruidos del mundo, Lausana, 1996), la radio de Madrid es la más alta que existe. Es un extraño fenómeno -también muy nuestro-, por cuanto los otorrinopsicólogos no han detectado ni un oído particularmente obtuso en la raza castiza, ni tampoco mayores traumas de soledad en nuestra infancia que nos obliguen a rodeamos de ruido para espantar los fantasmas. Lo que ocurre, sencillamente, es que España y nosotros somos así, señora.

Aun así, puede haber quien dude, pues dudas más raras se han visto. (¿Es imaginable un vicio más adictivo que la duda?). La prueba definitiva que confirmará al turista que se encuentra en Madrid y no, digamos, en El Cairo (oído el ruido y visto- que ambos tienen el mismo cielo azul contaminado), la prueba irrefutable de que se encuentra en uno de los pocos sitios de Europa donde eso aún es posible, es cuando acude a un museo en un Viernes Santo, por ejemplo, y se lo encuentra cerrado. Eso es tan nuestro como la procesión del Cristo de Medinaceli. Decenas de miles de personas acuden a esta ciudad para comportar si es cierto que aquí está el mejor museo del mundo (lo que es defendible, pese a lo pomposo que suena)... y se lo encuentran cerrado. Ahí queda eso. Qué Sevilla ni qué niño muerto. Para taxistas castizos, los nuestros, y para Semana Santa, la de Madrid.

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