De roca a roca
Una enorme pradera se extiende por la falda de la Pedriza, entre los cantos Cochino y Berrueco
Al principio, la Pedriza era tan reciente -se barrunta que estos zurullos de granito surgieron a mediados del Terciario, 300 millones de años después que el resto de la sierra- que las peñas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo, como en Macondo. Luego llegaron los pastores y los señores de la guerra, y para los canchos forjaron títulos de grave resonancia: el Yelmo, el Cáliz, la Campana... Al alborear el siglo, geólogos y caminantes vislumbraron en estas fragosidades las siluetas de la Esfinge, del Dante o el Dedo de Dios. Mas el séptimo día, en vez de descansar, fueron los escaladores y se treparon a la Aguja Singer, el Risco del Gargajo y el Espolón Extrema Unción.Viajar en el recuerdo a los tiempos del cayado y el morral, a aquella edad ingenua en que cada cresta pedricera era un asombro y se bautizaba noblemente -y no como si fuera un disco-pub-, es el propósito de esta gira que nos ha de llevar desde Canto Cochino hasta Canto Berrueco, dos de los meños más viejos del lugar. Nuestra andanza discurrirá, pues, de roca a roca, remontando una de las colosales barrancas que surcan de poniente a levante el mediodía de la Pedriza. Una luenga meseta herbosa, de casi dos kilómetros de punta a cabo, corona esta monumental fractura. Le dicen la Gran Cañada o la Gran Pradera, grandes títulos también.
Dos cantos superpuestos en secular acrobacia -el superior, algo rechoncho y vagamente porcino-, de no más de cinco metros de altura en total, configuran el Cochino, que dio nombre al enclave más populoso del parque. Pocos de los que dejan el coche en este aparcamiento -eso es hoy- reparan en la existencia del gorrino, engullido por el pinar de repoblación y por el olvido. Mejor así. Si esta piedra caballera ha desafiado a la erosión y a los vaqueros que, según apuntaba Casiano del Prado en 1864, provocaban desprendimientos "cuando los cantos se hallan en equilibrio inestable", no vamos a confiar ahora su suerte a un hatajo de domingueros.
Desde Canto Cochino descenderemos hasta otro estacionamiento de vehículos más chiquitín que hay junto al río para, cruzando el Manzanares y el arroyo de la Majadilla por sendos puentes de madera, siempre hacia el este, atacar de inmediato el repechón del barranco de los Huertos entre miriadas de jaras. La mole del Yelmo, allá en lo alto, y el rumor del arroyo de los Huertos, por cuya margen siniestra zigzaguea la trocha, nos guiarán hasta una explanada libre de jaral en la que habremos de virar a man derecha, hacia la grisácea pared del Cancho Butrón, y luego de nuevo hacia levante, para colarnos por un pequeño gollizo en la Gran Cañada.
La mayor pradera del Guadarrama, la más salvaje -nada cuesta imaginar una manada de diplodocus paciendo sobre ella en el amanecer de los tiempos-, constituiría el emblema del paraíso de no ser por los indocumentados que acampan a sus anchas pese a que está expresamente pro-hi-bi-do. Parece ser que los helicópteros del Servicio de Protección de la Naturaleza (Seprona) organizan de vez en cuando alguna razzia estilo Apocalypse now. Pero la peña, instalada como está en su nube de hachís y Pink Floyd, encantada.
Señales rojas y blancas de GR-10 (sendero de gran recorrido Valencia-Lisboa) jalonan el sendero que culebrea por esta enorme terraza, desde la que se otea la tierra de Manzanares y el océano de Santillana. Sin perderlas de vista, saldremos por el extremo oriental de la pradera para ir a caer, en vertiginoso descenso, al arroyo del Recuenco, y desde aquí, ya por pista franca -siempre hacia el este, recuerden-, plantarnos en media horita en el Canto Berrueco.
Once metros de altura y 22 de circunferencia tiene este tolmo, al que sirve de peana una lancha de no menos de 60 metros de largo. Expoliada esta última durante décadas por los canteros, el equilibrio del Berrueco pende, como el del resto de la sierra, de un hilo.
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