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Tribuna
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Días extraños

Tras muchos meses de letargo (nota: los meses suman años, y si uno se despista, siglos), durante la última semana de marzo he visitado la calle en dos ocasiones. Con brújula, naturalmente. Ahí estaba yo la primera vez: manos en los bolsillos, pelliza al hombro y dispuesto a gastarme unos talegos en la maquinaria del mundo.Me había sacado un buen amigo, un gigantón con problemas en el acromion, pero muy bien relacionado en bares y aceras de Malasaña (Maravillas, para los técnicos). Sin duda, la zona ya no es la misma. Ni de formas ni de ambiente. El trapicheo se ha vuelto lento, casi vaporoso, y hasta los perros hacen ahora caca con mayor orden. El barrio ha muerto.

En La Rosa actuaba un dúo. Estaban situados al fondo, agazapados ante el micrófono. Uno cantaba con desgarro y su compañero tocaba la guitarra sin levantar la vista del suelo. Se les veía entregados a la causa, pero por alguna razón el acto no funcionaba. Y así, poco a poco, la gente les fue dejando.

El gigantón me arrastró luego a un local emplazado en otra esquina de la plaza. Antaño, este sitio se llamaba La Oriental, y era una especie de cafetería-pastelería de dudosa reputación. Hoy día se ha convertido en un establecimiento al uso. Actuaban en ese momento Los Créditos, un grupo compuesto por cuatro sujetos hábiles 3, bien compenetrados, íntimos amigos de los decibelios.

Entiendo poco de música moderna (es decir, la surgida a partir de Pink Floyd) y me resulta imposible definir a qué movimiento musical pertenecen estos chicos. Fuertes, desde luego, sí eran, y decididos, y con bastante más calidad que la mayoría de los grupos que pululan por ahí. De vuelta a casa, ya en la madrugada, algo en mi interior me susurraba que había pasado la noche en compañía de los Power Rangers.

Días después (esta vez por imperativo sentimental) volví a salir con dos individuos de enjundia: Whatever El Estudioso y Nacho (elemento, este último, bien conocido por sus desavenencias con los conductores de la EMT).

Mi primer sobresalto se produjo nada más acceder a San Vicente Ferrer. No hace ni un lustro, la calle era un hervidero de trueques y sonidos africanos. De sombras, de bullicio, de carreras y reyertas. En la actualidad, sin embargo, ha perdido su intriga. Ni huele a hachís, ni se oye hablar en árabe, ni protestan los vecinos. Cosas del PP.

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Actuaba en el Manuela un individuo misterioso, de edad y clase indeterminadas, muy dado a compartir su mundo con la gente que le arropaba. Complicado presentarle. El artista en cuestión parecía venido de no sé dónde, por decir algo concreto. Un habitante de los campos. Estaba relajado (o lo contrario), como inmerso en una pompa de jabón, y fijándose bien en su persona se le podían advertir pequeños gestos de anacoreta. De gorrión, tal vez; a medio camino entre el pudor y la soltura. Cuanto más le miraba, más me sonaba su cara. Al parecer (rumores de silla así lo sostenían), este sujeto sufre un curioso desorden mental: cree que la gente, toda, conduce coches de carreras.

En eso, llegó al local una amiga mía, una rubita de cierta estatura entre cuyas virtudes no se encuentra la puntualidad. Permanecimos allí casi dos horas, y durante este tiempo el personaje (siempre al cobijo de un atril) interpretó canciones alemanas, del Oeste americano, del camionero Springsteen, de Moustaki, y finalmente una delicada versión de Till there was you que terminó por esponjar sin remedio mi corazón, bastante macerado tras el trotar de los cubatas. Queda, en todo caso, una cena pendiente.

Aquella segunda noche también llegué tarde a casa; pero por suerte no me aguardaba una mujer con el rodillo en alto (como la que aparecía en los chistes del Forges), malhumorada y dispuesta a partirme el cráneo.

Dos salidas en una misma semana, me repetí perplejo a mí mismo mientras trataba de abrir el portal. Y no es por nada, pero desde entonces han empezado a pasar cosas raras: los chimpancés se fugan de sus jaulas, los municipales pillan a un conductor ciego y Serrat va a ser abuelo. Por lo menos, los astros siguen en su sitio. Aunque... ¡sopla: un eclipse de luna!

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