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Tribuna
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Extramuros del consenso

A Adolfo Suárez, en el posconsenso lisboetaUn periodista francés, verboso y apocalíptico, publicó el año pasado un libro de letra grande e ideas chicas, cuyo título, El pensamiento único, se está convirtiendo en el eslogan descalificatorio más socorrido de políticos y comunicadores. Se refiere en él al credo económico liberal-planetario al que la sociedad mediática y su capacidad de autopropagación han dotado de una irresistible vigencia, constituyéndolo en base de nuestro consenso.

Modernización, competitividad, Estado mínimo, mundialización, contracción de lo público, mercado, primacía monetaria, desregulación, desarrollo tecnológico, empresa, son sus principales núcleos temáticos. Su correlato político lo expresan términos como: individuo, equidad, sociedad civil, neocorporatismo, gobernabilidad, eficacia. Su invocación ritual y permanente en textos y discursos delata que no se trata de pensamiento, ni único ni múltiple, sino de ideología, de nuestra ideología dominante.

Ideología que ha generado en sus oponentes una contraideología, prisionera de su vocación antónima, que enclaustra el antagonismo y confina el debate en el marco estricto de los mismos temas, en la confrontación inútil de los mismos términos y de sus antónimos. Contra la sociedad, el Estado; contra la mundialización, lo nacional; contra lo privado, lo público; contra la equidad, la igualdad; contra el individuo, la comunidad; contra la competitividad, la acción solidaria; contra lo monetario, lo industrial; contra el éxito, la ética. Figuras y contrafiguras que nos vienen del XIX y en él se quedan, que funcionan como celadores de nuestra perplejidad y confortan así nuestro desamparo. De ahí su prevalencia. Pues todos sabemos que desde principios de los setenta hemos ido de desgarrones en turbulencias, hemos vivido entre transgresiones y desencantos, hemos hecho de disfunciones y rupturas nuestra materia cotidiana y que exclusiones, miseria y violencia han sido los referentes más visibles de nuestra realidad inmediata.

Unos, sin modelos ni valores, hemos renunciado a credos y evidencias y perdidos líderes y mitos nos hemos encuclillado, con docilidad y cinismo, en el vacío átono e inane de nuestras pobrecitas intimidades, ocultando así, medrosos y posmodernos, el derrumbamiento de nuestras seguridades colectivas. Otros, parapetados en la trinchera de enfrente, hemos seguido en la misma guerra, militantes de la misma modernidad, apelando a los viejos valores comunes -pueblo y progreso-, enarbolando las banderas derribadas, recitando las fórmulas fallidas, invocando los gloriosos símbolos abatidos e inservibles.

Unos y otros, enviscados en una realidad residual y disfuncionante, que llamamos exculpatoriamente crisis, y que nos impide apercibimos de que esa guerra hace ya 20 años que terminó. Porque esa descompuesta realidad de la crisis que llevamos 20 años a cuestas y que queremos recomponer a golpe de recetas trasnochadas e impracticables, esa realidad que queremos salvar con las falsas certezas consensuadas que alimentan los programas electorales de los partidos, esa realidad es sólo una coartada para la desidia y el miedo de los pocos que cada día tienen más que perder y para la impotencia y el desaliento de los muchos que nada pueden perder ya.

¿Qué hacer? Antes que nada, escapamos de la cárcel del consenso y de su círculo de redundancia e implosión. ¿Cómo? Mediante una acción ciudadana a nuestro alcance, al mismo tiempo crítica y propositiva, ejercida a propósito de unos pocos grandes problemas y con la mayor inmediatez y concreción posible. Sólo tres ejemplos muy en breve.

Estado / sociedad. Todos, sean defensores o enemigos, coinciden en que hay que repensar el Estado del que se sufre la intervención y se deplora la ineficacia. Sea para disminuir su presencia y la de lo público, sea para dotarlas de la mayor eficiencia posible, parece inevitable reconsiderar esa estructura político-institucional, su organización y funciones. Esta baja cotización del Estado va acompañada de un alza notable del valor sociedad. Se predica su retorno, se alaba su condición civil, se la constituye en soporte principal de nuestras esperanzas. Obstinándose en ignorar qué hoy la sociedad ha perdido toda dimensión comunitaria y es un hosco tropel de tribus hostiles, un turbulento amasijo de grupos herméticos e impenetrables que hacen de la defensa de sus intereses específicos (corporatismo / neocorporatismo) la razón única de su existencia. Con el beneplácito general de los poderes que nos gobiernan.

Por lo que ese ensalzado retomo de la sociedad civil se traduce en la carencia casi total de medios con los que ejercitarla. Una sola ilustración: en España seguimos con la ley franquista de asociaciones, apenas afectada por algunos retoques; en Francia, el marco de que disponen las ONG data de hace casi un siglo; y en la Europa comunitaria se ha sido incapaz, en los últimos 40 años, de producir un instrumento legal que responda a nuestras necesidades. Remitimos en esas condiciones a la sociedad civil es un escarnio.

Mundialización versus hecho nacional. La oposición ante ambos términos, si nos atenemos a nuestros valores entendidos, es imposible de superar. La globalización de todos los grandes procesos actuales parece irreversible. El territorio y sus fronteras, naturales y políticas, han muerto a manos de la transnacionalización de los flujos. De ahí el furor en la defensa de los territorios étnicos e históricos.

La interpenetración de los espacios económicos y la interdependencia de los actores financieros y comerciales han hecho del mundo no una aldea, sino un mercado global. En el mismo momento en el que el fracaso de las experiencias colectivistas y de las economías planificadas convertía al mercado, con independencia de toda opción política, en el mecanismo insustituible -China nos lo confirma- para el buen funcionamiento de la vida económica. Es decir, mercado y mercado mundial como eje de la economía. Pero un mercado sin reglas es un mercado negro, un mercado de mafias. De donde, la necesidad de regularlo.

A su vez, la única forma de organización política hoy unánimemente aceptada, la democracia, que es también la única con legitimidad suficiente para imponer a todos sus miembros un mismo conjunto de normas, sólo funciona en el contexto del Estado-nación. Nos encontramos así con dos legitimidades -mercado mundial y democracia nacional- igualmente válidas pero de imposible conjunción. Por lo que no podemos servimos de la segunda para la regulación del primero. La conclusión es clara: urge una democracia mundial que pueda dictar normas de validez mundial.

Pero esa necesidad tropieza con la voluntad de los grandes de este mundo -estados, iglesias, multinacionales, sectas, mafias- que sólo quieren tratar de poder a poder, que hacen de la bilateralización su comportamiento internacional privilegiado y que quieren acabar a fuerza de obstrucciones, manipulaciones y desprestigios, con ese frágil y deficientísimo embrión de democracia mundial que es el sistema de Naciones Unidas. Con la complicidad obtusa de buen número de intelectuales, derecha e izquierda confundidas, que se indignan de las disfunciones de la ONU y exigen su desaparición en vez de reclamar una nueva organización con plena autonomía y mayor eficacia.

Alternativa/ alternancia. Es evidente que una política alternativa, entendida como el conjunto de objetivos, medidas y prácticas -que apuntan a la realización de otro modelo de sociedad o a la propuesta de otras soluciones para resolver los grandes problemas que la nuestra tiene pendientes, no cabe dentro del consenso. Por lo demás, sería una ofensa para la inteligencia del español medio pretender que quienes han votado al PP, al PSOE, a CiU, al PNV, etcétera, lo han hecho con la esperanza de que su voto ponga fin al paro, reduzca la exclusión, acabe con la inseguridad, cierre el camino a las agresiones al medio ambiente, restaure la participación, restablezca la cohesión social, etcétera. Lo han hecho cualesquiera que sean sus razones, para mantener o echar del poder a quienes en él estaban, pero sabiendo que el cambio será de personas y de decimales. Y no más. Consideración que se aplica a cualquier otro país de la Unión Europea. Y si no, bastan las series estadísticas de la Comisión para probar que los múltiples cambios de Gobierno y sus múltiples promesas electorales, en los distintos países en nada han contribuido a mejorar esos parámetros negativos.

Porque la alternativa, expresión máxima del consenso, es sólo eso. Pretender que funcione como detergente de la suciedad política, como respuesta a los grandes desafíos de nuestra contemporaneidad o como palanca.para la autentificación de la democracia es pedirle lo que puede dar. Sirvámonos de la como voto de castigo que satisfaga nuestros malhumores políticos, pero vayamos más allá. Establezcamos un sistema electoral que nos permita, primero, decir que no a las personas y a los partidos que nos hayan defraudado -elección negativa-, y luego decir que sí -elección positiva- a los proyectos políticos que correspondan a nuestros principios y a nuestros propósitos.

Ya sé que la práctica efectiva de la sociedad civil como contrapeso del rechazo de lo público-estatal, una ONU que funcione como primer paso de una democracia mundial o un sistema electoral que traduzca con lealtad nuestras opciones políticas y atenúe el sectarismo de los partidos, no van a darnos de golpe otra realidad. Pero, junto a tantas otras acciones que pueden intentarse, van a ponemos en camino de esa ciudadanía posible que los profesionales de la política se empeñan en hacer imposible. Y van a ayudamos a abrir en el consenso partitocrático una pequeña brecha por la que puedan entrar los vientos de la democracia del siglo XXI. ¿Nos ponemos a ello?

Vidal-Beneyto es secretario general de la Agencia Europea para la Cultura

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