Año cero
Hasta hace poco tiempo, la plaza de Valparaíso era un enganoso reclamo en el callejero de Chamartín, un nombre totalmente inadecuado para un solar pendiente de destino, ocupado en su área central por las tapias de antiguos talleres y barracones semiderruidos, campo devastado en el que habían crecido los ailantos, árboles humildes por su cuna que brotan espontáneamente en cunetas y vertederos para alejarse vertiginosamente de su origen. y crecer orgullosos y esbeltos como corresponde a su género, Ailantus altisimus, que los chinos llaman árbol del cielo. El ailanto, originario de Oriente, podría ser el árbol de la fábula taoísta que logra sobrevivir al hacha del leñador y a la codicia del campesino por su propia y aparente inutilidad, pues su madera no sirve para carpintería, su copa. no da sombra, sus frutos no son comestibles y sus hojas despiden un olor desagradable. Al ailanto se le suele dejar en paz crecer a su aire en los terrenos yermos y sin cultivar, pero en las ciudades no haylerrenog yermos que duren, mucho tiempo y los ailantos de Valparaíso fueron desenraizados por las excavadoras para construir la nueva plaza, en realidad tapadera de un aparcamiento para residentes. Tapiados tras un solar residual en un extremo de la plaza han sobrevivido media docena de ailantos, hijos de los que se llevó la urbanización.Rodeada por edificios sin personalidad que cobijan fríos soportales, la plaza vivió un largo interregno a la espera del inicio de las obras, interregno durante el que resistió en uno de sus ángulos un edificio condenado, último testigo de un barrio humilde de casas bajas, talleres y huertas, que antes de ser absorbido por Chamartín se llamó de las Cuarenta Fanegas. La casa superviviente tenía dos pisos rematados por una pequeña cúpula que daba al conjunto aire de miniatura, aspecto que subrayaba aún más la altura de los edificios colindantes. Frente a la casa solía estar aparcado un brillante seiscientos, orgullo de uno de los residentes-resistentes hasta que llegó la piqueta. En la misma casa vivía una fanasmagórica aniana, extremadaente delgada, que cubría sus largos cabellos grises sus espaldas con una capa roja de capuchón cuando salía a reciclar desechos de los contenedores y los cubos colectivos en su discreta-ronda nocturna.
La casa cayó, por fin, presuntamente sacrificada para abrir una presunta zona verde sobre el aparcamiento, pero a última hora, como ailantos de cemento y ladrillo, surgieron, en este flanco de la plaza, nuevos y flamantes edificios de pisos y oficinas que redujeron sensiblemente el espacio público, un espacio que cuenta como único y apropiado monolito, a falta de monumento, con la garita que sirve de respiradero al subterráneo. Árboles raquíticos y arbustos voraces de especies acostumbradas a medrar en cualquier páramo, forman la flora del rectángulo provisto de bancos, farolas y juegos infantiles con sus ejemplares- columpios de neumático reciclado, paradigma de diseño ecológico.
La plaza de Valparaíso ha empezado a vivir como plaza, lugar de encuentro y relación de niños y niñeras de todas las razas (las niñeras, no los niños), mosaico étnico indicativo de la prosperidad de algunos de sus residentes. Cuando la plaza aún no era tal, el quiosco de prensa de Miguel era, aún lo sigue siendo, el punto de contacto e información de los vecinos del entorno, sitio de tertulia y hasta salón de lectura luego un quiosco de helados y refrescos vino a hacerle compañía en los tiempos difíciles de las obras y los cambios, y ahora, cuando empiezan los buenos tiempos, su joven encargado teme perder la titularidad del puesto en beneficio de un nuevo colono. Hasta que la plaza empezó a mostrar su fisonomía definitiva, sus locales comerciales estuvieron cerrados, luego se abrió el gimnasio de Laly Ruiz, que entonces enseñaba aerobic: en la televisión, y más tarde se instaló bajo sus soportales un flamante supermercado que atrae un importante flujo de clientela de los alrededores. No tardarán en abrirse otros comercios, en verse otras caras y otros usos, aunque la oferta de pisos y oficinas aún no se corresponda a la demanda y los nuevos edificios permanezcan vacíos y fantasmales. Al sol de la plaza, que aún no filtra arboleda alguna, se va congregando la chiquillería y aproximando el vecindario provecto, usuarios preferentes de los bancos públicos. Vecinos de casa y piso, acostumbrados a ignorarse, empiezan a conocerse en la promiscuidad del nuevo espacio común.
La plaza aún no tiene historia, aún no se han celebrado en ella ni fiestas ni manifestaciones, ni se ha inaugurado monumento alguno que convoque al homenaje o al repudio, ni se han producido sucesos dignos de mención en los anales de la urbe. Es una zona más virgen que verde, que se repuebla y crece más deprisa que su escueta y pusilánime vegetación. Un microcosmos naciente, digno de la contemplación y el análisis de antropólogos de asfalto y sociológos de balcón. La plaza está sin terminar, entre sus nuevos y espúreos edificios aún queda un rectángulo de desolación y chatarra que la comunica con la calle de Cochabamba. Valparaíso, Cochabarriba, Oruro, aquí, detrás del paseo de La Habana, empieza el subbarrio llamado de Hispano América en el cogollo de Chamartín, todo un laberinto para los recién llegados que tardarán en aprender a distinguir Bolivia de Nicaragua, Colombia, o Uruguay, a descubrir el Potosí y colonizar la plaza de la República Dominicana.
De momento, las nuevas edificaciones que han surgido en los últimos años en los alrededores de Valparaíso han diseminado por la zona nuevas legiones de automóviles que se resisten a ser enterrados y forman espesas murallas, a veces de dos y tres filas, que bloquean las aceras. El aparcamiento de la plaza es para residentes, pero los residentes a tiempo parcial de las oficinas y los despachos prefieren el aire libre, y las quejumbrosas bocinas de los coches atrapados que pugnan por salir de su encierro les suenan ya como música celestial en sus oídos ahítos de desatados decibelios.
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