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Un caso más de uso explotador de la cultura

Se penetra en la exposición por la puerta de Murillo. Justo la opuesta a la de Goya, y ese detalle funcional, sin aparente importancia, se convierte en toda una premonición. No es, sin embargo, una premonición respecto al valor de la muestra, que, como tal, es nulo, sino de lo que ocurre cuando la nulidad trata de explotar un museo o cualquiera de sus pintores más representativos, en este caso, Goya. El recorrido semeja a un túnel, laberinto o, más bien, jaula, porque para obligar al visitante a seguir la dirección apetecida por los promotores del invento, se colocan unas rejas metálicas, cuyas irisaciones cromáticas, a falta de claveles reventones, provocan en el espectador la sensación de hallarse bien en un zoológico, bien en un tablao flamenco para turistas.

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¿Y qué es lo que se ve entre rejas y pasillos? Pues exactamente casi lo mismo de siempre, excepción hecha de los 13 cuadros de Goya del Prado que faltan y ahora se exhiben en Oslo, los pocos y desiguales préstamos obtenidos para la efeméride y, lo que es peor, los cambios de ubicación de las obras de la propia institución, algunos de los cuales son una manifestación atroz de irresponsabilidad y mal gusto, como es el caso, patético, de lo que se ha hecho con las pinturas negras.

Un túnel

En realidad, no hay ni una sala que esté bien resuelta, ni siquiera con ese mediocre gusto con que a veces los conservadores rancios califican como "científico" un montaje. Y es, que, ausente de esta triste historia la ciencia, el gusto y la legítima recreación, ¿qué es lo que resta? Pues eso: una especie de túnel que conduce a una cola desde la entrada hasta la salida, donde se muestran los goyas que siempre se han podido ver en el Museo del Prado, aunque dispuestos para que se vean mucho peor de lo habitual y previo pago de una entrada.

En dos puntos estratégicos del túnel se han dispuesto sendas trincheras a tono, donde se procurará endosar un catálogo al ya explotado visitante y, luego, pues, ¡a la calle!, que hay que airearse. En fin, que me cuesta trabajo encontrar un peor ejemplo de todo, salvo el detalle, funcional o inconsciente, de que el visitante no necesite usar, ni para entrar ni para salir, la puerta de Goya, porque, de hacerlo, seguramente tendría que enfrentarse a la estatua de bronce del genial pintor, quizá ahora con el ceño más fruncido. Nos encontramos ante un caso más de uso explotador de la cultura, cuya finalidad nada tiene que ver con el servicio público, ya que aquí realmente existe un consorcio para servirse del público a costa de Goya.

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