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Monumentos de Madrid

Viniendo de Salamanca, Madrid parece desnuda. Aquí no hay nada de aquella exuberancia monumental, de aquel color dorado que recubre su belleza, de aquella permanente cita de la historia sobre la vida cotidiana. No sólo son dos ciudades distintas, sino divergentes, y lo que le están haciendo a Madrid las hace más divergentes todavía. Cuando se terminó la catedral de La Almudena, creímos de buena fe que habíamos llegado al final del espanto. Pero no sabíamos que el futuro nos reservaba nuevos horrores a la vista, nuevas torturas retinianas y otros escándalos de incivilidad, que harían inútiles las palabras y helarían hasta los adjetivos. Ingenuamente habíamos pensado que el espacio urbano no podía almacenar más muestras de insensibilidad artística y de penuria cultural. Pero muy pronto saldríamos del limbo para entrar en el purgatorio, camino del infierno. Sorteamos con alivio el falo virginal que Álvarez del Manzano quería exhibir en pleno Retiro, como un monumento a la obscenidad y al mal gusto, pretendiendo plantar entre pinos y rosales una mezcla de Lourdes mimética de importación y de Fátima pastoril con estética medieval y además de recuelo. Cuando el intento no prosperó, pensamos que, a pesar de todo, Dios existe y nos había evitado otra catástrofe a los ojos, incluso contra la decisión de sus fieles. Pero quizá Dios no es tan omnipotente como creen los devocionarios y no pudo impedir que florecieran los chirimbolos, como una cosecha de exotismo cutre y una ex presión de bobaliconería internacional. En la ola de horno geneización y descafeinización que nos invade, nos dijeron que en Francia también hay chirimbolos, como si no cocieran habas en todas partes y la coartada de París fuera una razón suficiente para estos castizos de salón, aldeanos de campanario y madrileños de ayer por la tarde. En realidad, pensamos que era una venganza provinciana de los emigrantes contra Madrid, para afearla hasta el adefesio y humillarle los humos de la capitalidad. Al alcalde Álvarez del Manzano le traicionaba el subconsciente y sunostalgia genética andaluza se le sublevaba contra su servidumbre madrileña. Y los chirimbolos siguieron abrumando nuestras esquinas y alarmando nuestras encrucijadas.

Pero la cosa no terminó ahí y volvimos a pensar que el fondo del catetismo municipal era insondable y no tenía remedio. No en balde los monstruos de Goya nacieron aquí y Solana paseó sus marrones por estas calles. Porque para nuestra sorpresa, nuestra irritación y nuestra proclividad emética, las gordas de Botero, que con sus opulencias desplazan el poco aire respirable que nos queda, han ido apareciendo, como los brotes de una enfermedad, en nuestras plazas y nuestros jardines, en nuestros rincones y en nuestras avenidas, con la escasa discreción de sus volúmenes y el impudor al sol de su vejez académica y de su monumental vulgaridad.

Era lo último que nos faltaba para completar nuestro asombro de ciudadanos indefensos frente a la mala educación de la sensibilidad colectiva, que nos propone el ayuntamiento y que nos hace temer el próximo susto urbanístico de nuestros ediles, que no parecen conocer ni las trampas del anacronismo, ni los límites del mal gusto.Poco a poco, Álvarez del Manzano, aquejado de daltonismo estético o de insuficiencia cultural aguda, va acorralando, en una imparable carrera de despropósitos ornamentales, la gloriosa herencia de Carlos III, haciéndonos olvidar sus puertas luminosas, oscureciendo sus palacios, borrando sus perspectivas racionales, acabando con su serenidad y su majeza, arrinconando su impronta y acumulando desechos culturales, como otra prueba más de la deficiente recogida municipal de basuras.

Si Madrid es una de las ciudades más sucias de Occidente, no parece que se le esté poniendo remedio a este triste honor; antes al contrario, parece que sus responsables están poniendo de su parte todo lo que pueden para competir por el primer puesto, que, si siguen así, se lo van a ganar a pulso.

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