Un diálogo nada habitual
EL ENCUENTRO de ayer en La Moncloa es el de un presidente y el líder del primer partido de la oposición cuando están a punto de intercambiar sus papeles. González y Aznar son, en todo caso, los dirigentes de las dos formaciones que han conseguido más de tres cuartas partes de los votos emitidos y cuyos grupos parlamentarios reúnen el 85% de los escaños del Congreso. José María Aznar tiene todavía que conseguir lo que se propone: sumar más votos a favor que en contra para su investidura como presidente del Gobierno. Pero al menos tiene a su favor la convicción generalizada de que a nadie conviene tener que volver a las urnas de inmediato.En esas condiciones, que Aznar y González se vean e intercambien puntos de vista sobre asuntos de Estado y otros de interés común es algo que parece más que conveniente. Lo inexplicable es que durante los últimos años apenas se hayan visto y hablado -excepto a gritos, en los debates parlamentarios- y que el sarcasmo haya sido la figura retórica más común cuando el uno se ha referido al otro en entrevistas o comparecencias públicas. El encuentro de ayer supone ante todo un gesto de reconocimiento recíproco que hasta ahora se habían negado.
Un sistema democrático sano exige tal reconocimiento. Entre el Gobierno y la oposición, pero también entre las personas que encarnan ante la opinión pública ambas funciones. Las cuales eran intercambiables, como ahora se comprueba, sin necesidad de ninguna supuesta nueva transición entre dos regímenes diferentes, como pretendieron y aún pretende algún agitador que se permite otorgar títulos de reválida democrática nada menos que al pueblo español. La democracia exige que los contrincantes aspiren a vencer al adversario, no a liquidarle.
Hay sectores en la política y en los medios que han animado desde 1993 a Aznar a buscarla liquidación política de González, su supresión del escenario público y la criminalización de todos aquellos que le siguen o votan. Visto el resultado, puede considerarse acertada la decisión del propio González -cuestionada en su momento por tantos, entre ellos este periódico- de volver a encabezar la candidatura socialista. Aunque sea al precio de que algunos empecinados se permitan escribir, en tono guerracivilista, que los votos del PSOE son votos a la corrupción y al crimen: nada menos que nueve millones de españoles convictos de complicidad criminal.
González reiteró ayer su intención de votar contra la investidura de Aznar, pero también se comprometió a no criticar ni poner obstáculos a una eventual coalición del Partido Popular con los nacionalistas. Ese acuerdo plantea al PP algunas dificultades superiores a las ya considerables existentes entre Pujol y González en 1993, pero al menos no contará con el añadido de una descalificación por parte de la oposición que pueda compararse a la que Aznar y el líder de Izquierda Unida, Julio Anguita, hicieron sistemáticamente suya durante toda la pasada, legislatura. Esto demuestra que alguna razón tenía Calvo Sotelo al añorar una oposición con experiencia previa de gobierno.
Y, sin embargo, después de la reunión de ayer no quedó claro si la entrevista era algo más que lana manifestación de buena voluntad entre quienes dirigen los dos partidos más votados. Ambos dejaron claro que no se habló de transferencias de poder. Hubiera sido, como bien dijo Pujol, una falta de respeto a un Parlamento recién electo que aún debe decidir sobre la investidura o no del candidato a la jefatura de Gobierno. Así las cosas, poco tenía González que contar a Aznar, y éste sólo podía limitarse a exponerle al presidente en funciones una lista de intenciones para sus próximas negociaciones con quienes supone que pueden apoyarle en su investidura. El diálógo siempre es bueno, y más cuándo lo practican dos dirigentes políticos que se han rehuido, pero ambos debieran tener el máximo interés en evitar que este encuentro pueda interpretarse como una presión sobre erceros o como el intento de prejuzgar los resultados de una negociación que, lejos de concluir, está apenas comenzando.
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