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¿Se repite la historia?

La posición política del PP tras los resultados de las elecciones del 3-M respecto del nacionalismo catalán y vasco es similar a aquellas en que se encontró UCD en diciembre 1979 enero 1980 respecto de la autonomía andaluza. Y lo, que se juega en el envite es lo mismo que se jugó UCD: su propia supervivencia como partido político. Es verdad que la forma de manifestación del problema al que el PP ha de hacer frente es distinta de aquella bajo la cual se le planteó a UCD. Pero la naturaleza del problema es la misma. Es un problema de naturaleza constituyente que afecta a la estructura del Estado. Entonces era un problema de definición de la anatomía del Estado a partir de las posibilidades y límites establecidos en la Constitución. Hoy es un problema de fisiología, de definición de las reglas de funcionamiento del Estado de las autonomías desde la perspectiva de la dirección general de España. Son problemas distintos, pues. Pero están emparentados. Se trata de formas de manifestación del problema constituyente par excellence de la sociedad española para el que ningún partido nacional-español pueda dejar de tener respuesta. Es literalmente una cuestión de vida o muerte.

Esto es algo que el PP no sólo no ha entendido hasta ahora, sino que lo ha entendido al revés, como su actuación en la última legislatura y en la reciente campaña electoral ha puesto claramente de manifiesto. Me temo que todavía sigue sin entenderlo y que pretende enfrentarse con el problema de una manera exclusivamente práctica, para salir del paso.

Y así no va a ninguna parte. Lo que se juega el PP no es solamente la investidura de José María Aznar, sino su razón de ser como partido de gobierno para la sociedad española. Y ello exige una redefinición política del - partido coherente con la constitución política material de España, que impone al partido nacional-español que gobierna -más todavía si es de centro-derecha- el entendimiento con los nacionalismos catalán y vasco en la dirección del Estado. El PP tiene que despejar esta incógnita, y despejarla de verdad, con credibilidad, pasando el Rubicón. Si no lo hace, la sociedad española lo arrojará al "basurero de la historia". Y más pronto que tarde. No llega al año 2000.

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Por eso es imprescindible que el PP reflexione sobre la trayectoria de UCD y sobre la suya propia en este terreno de la estructura del Estado. Y que reflexione seriamente y no de manera superficial y electoralista. José María Aznar ha estado presentando una imagen idílica de UCD que no se corresponde en modo alguno con la realidad. UCD fue un éxito para desmantelar el franquismo 3, hacer posible el consenso constitucional, y un desastre a partir del momento en que la Constitución estuvo aprobada. No aguantó ni un año de vida democrática constitucionalizada. Menos de un año después de las primeras elecciones constitucionales de abril de 1979 ya estaba herida de muerte. Y por méritos propios. Fue su incapacidad para dar una respuesta al problema de la estructura del Estado, evidenciada en su contencioso con Andalucía, la que condujo a su descomposición. No desapareció, en consecuencia, por casualidad o por ataques externos, los hubo, sino porque no tenía una política practicable de transformación territorial del Estado. Sin dicha política, un partido de gobierno, no tiene razón de ser.

El entendimiento por la UCD de que la autonomía era un problema vasco y catalán y no de estructura. general del Estado fue la causa de su desaparición. Una vez resuelto el problema vasco y catalán (noviembre 1979) y medio resuelto el problema gallego, con un estatuto devaluado respecto del vasco y catalán (diciembre, 1979), UCD decidió (enero 1980) "tirar por la calle de en medio" respecto de las demás regiones del Estado. Y así le fue. Con los resultados del referéndum del 28-F de ratificación de la iniciativa autonómica en Andalucía, UCD se quedó sin política respecto de la estructura del Estado. La interpretación de la Constitución en clave nacionalista y no en la de la definición general de la estructura del Estado la llevó a la tumba.

Ese inmenso error de UCD ha tenido desconcertados a la derecha y al centro-derecha españoles durante toda la década de los ochenta. Parecía a principio de los noventa que el error había sido corregido. Y, sin embargo, no ha sido así. A partir de 1993 se ha producido una reacción pendular, que ha vuelto a colocar a la derecha y al centro-derecha españoles al borde del precipicio.

Sobre esto es sobre lo que el PP tiene inexcusablemente que reflexionar. Pues no se puede olvidar que AP estuvo en contra de los pactos autonómicos de 1981, mediante los cuales se acabó definiendo la estructura del Estado en el marco de la Constitución, que planteó recursos de inconstitucionalidad para dificultar la aplicación de los mismos, que incluía en su programa la reforma de la Constitución para acabar con el título VIII y muchas cosas más. No fue hasta finales de la década, tras el acceso del PP a varias comunidades autónomas (Aznar en Castilla y León, Fraga en Galicia ... ), cuando se produjo el cambio en la actitud del PP respecto del Estado de las autonomías y se aceptó sin reservas la estructura del Estado pactada por la UCD y el PSOE.

En esa línea se había mantenido desde entonces el partido con. indudable éxito, como las últimas elecciones autonómicas han dejado meridianamente claro., Que dicha opción política no respondía simplemente a unas meras expectativas electorales se pondría de manifiesto con la firma de los pactos autonómicos de 1992 para profundizar la autonomía de las comunidades del artículo 143 CE.

Este ha sido, posiblemente, el elemento más significativo de la refundación de AP en el PP. Suponía algo más que el relevo generacional. Suponía la aceptación por la derecha española, por primera vez en su historia, de un Estado políticamente descentralizado y la aceptación sin reservas del Estado nacido de la Constitución de 1978. Ésta era la gran diferencia entre AP y PP. De un partido contrario al Estado de las autonomías, y que lo había ido aceptando renuentemente a medida que comprobaba que no podía reformarlo y que tampoco era tan malo para sus intereses, a un partido que optaba programáticamente por la descentralización política sin reservas.

Nada hacía presagiar que el PP se iba a desviar de esa línea. Al contrario. Si se vuelve sobre la campaña electoral de 1993 se recordará que el PP reaccionó con indignación ante la propuesta de Felipe González de que únicamente el partido nacional-español más votado pudiera formar Gobierno con los nacionalistas, independientemente de que la aritmética parlamentaria permitiera otras fórmulas (Patxo Unzueta publicó un artículo luminoso sobre el tema en aquellos días). El PP esgrimió que eso no estaba en la Constitución y que nada impedía una fórmula de gobierno alternativa en la que pudieran coincidir el centro-derecha español, aunque no hubiera ganado las elecciones, y los nacionalismos catalán y vasco. La aceptación de la participación del nacionalismo catalán y vasco en la dirección del Estado le parecía al PP una opción perfectamente legítima y natural. Nada hubo en su campaña del 93 que fuera en contra de esta posibilidad.

Serían los resultados de aquellas elecciones y el pacto entre el PSOE y CiU con la colaboración del PNV los que conducirían al PP al disparate de la pasada legislatura y de la última campaña electoral.

Con ello, el PP ha tirado por la borda buena parte del capital político que había acumulado desde la, segunda mitad de los ochenta y ha puesto en peligro su credibilidad como partido de gobierno para la sociedad española.

Si UCD pecó por defecto y quebró su propia columna vertebral como partido nacional-español con su interpretación nacionalista de la Constitución, el PP ha pecado por exceso con su interpretación españolista de nuestro sistema constitucional y su pretensión de impermeabilizar la mayoría española respecto del nacionalismo vasco y catalán.

Ciertamente, el problema con el que tuvo que enfrentarse UCD fue mucho más grave que el problema con el que tiene que enfrentarse el PP. Pero las consecuencias para la supervivencia de este último pueden no ser muy distintas. Si el PP no reflexiona, rectifica y se redefine políticamente, con todo lo que ello conlleva, es difícil que consiga la investidura. Pero es que, aunque la consiguiera, no le serviría de nada. No haría más que dar palos de ciego y entrar en un proceso de descomposición.

El PP tiene que saber que ha cometido no un error de gestión ordinaria, sino un error constituyente, y que los errores constituyentes tienen costes terribles. A lo único que puede aspirar ahora mismo es a reducir lo más posible la magnitud de dichos costes. Ello comporta además la asunción de riesgos de consecuencias difícilmente previsibles.

Javier Pérez Royo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla.

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