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Contra el instinto natural

Esta mañana, una semana después de la primera explosión, otra más nos ha despertado. Es difícil digerir todo lo que nos ocurre últimamente; pasan meses antes de que cada nueva sacudida se instile en nuestra conciencia, la interioricemos, y llegue a hacerse comprensible. Cada uno de estos acontecimientos viola cruelmente nuestra existencia, hace que todo nuestro ser se estremezca e, inmediatamente, es sustituido por el horrible golpe que le sucede, todavía más angustioso que el precedente. Vivimos en un tren infernal que nos transporta, a toda velocidad, de pesadilla en pesadilla. Una experiencia que nos violenta y nos priva a los israelíes de la capacidad de comprender lo que nos está pasando y lo que sentimos, más allá del shock. En la semana que transcurrió entre los dos primeros atentados hablé con centenares de personas y asistí a varios funerales. Tengo la impresión de que el pueblo israelí se está hundiendo en un pesimismo fatalista que le empuja a aferrarse a todo llamamiento que preconice reacciones violentas, extremistas, irresponsables. ¿Qué nos está haciendo Hamás? Además de carnicerías y atentados a nuestra seguridad individual, Hamás está logrando, gradualmente, que nos encerremos en nosotros mismos; nos convierte en sus propios soldados y nos hace olvidar cuál es nuestro verdadero interés como Estado, como sociedad y como individuos. Hamás intenta, una y otra vez, llevarnos a su campo de batalla, el de la guerra y la muerte. Fomenta entre nosotros Que surjan voces -de todos modos fáciles de inflamar- que llaman a responder con toda nuestra fuerza armada, a parar totalmente el proceso de paz, a anular los acuerdos de Oslo. Nos impone un pensamiento miope, histérico, agresivo en apariencia pero en el fondo asustado; intenta imponernos su propia concepción del mundo y sus intereses, y está a punto de lograrlo.

Supongo que muchos, israelíes, incluso aquellos que creen en el camino hacia la paz, están tentados hoy de acabar con todo, de responder violentamente, de gritar su rabia: ¿hasta cuándo vamos a ser nosotros la carne de cañón de esta paz?, ¿para qué queremos semejante paz? Todo aquel que desee que sus hijos y sus nietos tengan futuro tiene necesidad de esta paz, pues, a pesar de todos los atentados, no hay otro camino. Me cuesta escribir estas líneas hoy. También en mi interior hay algo que! se revuelve contra lo que estoy escribiendo. Sin duda se me reprochará que, siga aferrado a la voluntad de paz, y algunos dirán que es contraria al instinto natural de supervivencia. A pesar de todo, cuando examino el conjunto del proceso de paz, sé en mi fuero interno que no hay otro camino, con todo lo que esta elección supone de dificultad y amargura. Debemos recordar siempre que nadie, incluidos aquellos que prometen soluciones rápidas, sabe lo que nos espera al final del camino.,

Hoy hay dos vías posibles. La vía de la paz, y la de la interrupción del proceso de paz con todo lo que ello implica; lo que significa la vía de la no paz lo hemos probado durante 30 años y, si se quiere, durante cerca de cien años, y nos ha llevado a un callejón sin salida. Sin embargo, apenas hemos iniciado la vía de la paz. Sin duda es muy tentador desesperarse y decir: si Hamás sigue queriendo la guerra, una nueva ocupación, una nueva Intifada sangrienta, será complacido. Hoy es muy difícil no expresar a gritos la desesperación, y afirmar, en cierto modo con razón, que Hamás lo pagará caro. Pero hay que preguntarse si nosotros nos lo merecemos.

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Una cosa es cierta: está prohibido renunciar a los importantes logros que ya nos ha aportado el proceso de paz. Está prohibido dejarse llevar por unas ideas estereotipadas y perder así a nuestros aliados del campo palestino; está prohibido olvidar que en la actual situación. una parte del pueblo palestino se convierte en nuestro aliado contra el terrorismo. Es algo que jamás había ocurrido, ¿por qué renunciar a semejante logro?

¿Pero qué hacer mientras tanto? ¿Debemos continuar sufriendo atentados? ¿Seguiremos siendo la carne de cañón de la paz? Si yo fuera un político respondería sin duda: ¡No, que Dios nos guarde, eso no ocurrirá! Pero no me presento a las elecciones y, por tanto, puedo decir lo que todos nosotros sabemos en nuestro fuero interno: ni el Ejército, ni el Shin Beth, ni Peres, ni Arafat, pondrán fin a este terrorismo. Y, evidentemente, tampoco Bibi Netanyahu. La amarga realidad es que estamos condenados a vivir con este terrorismo y a morir hasta que, poco a poco, tras largos años, venza la fuerza de la vida.

Vivimos con este terrorismo desde hace cien años y pensar que incluso es posible que vivamos con él durante 150 años no es derrotismo, sino lucidez. Seremos derrotistas si nos inclinamos ante el terrorismo y nos dejamos arrastrar por él a un nuevo ciclo de violencia y guerras. Aquél que no cree en nuestra fuerza a largo plazo, en nuestra templanza -que, a veces, es increíble-, en nuestra capacidad de cambiar gradualmente las relaciones con nuestros vecinos, ése es el verdadero derrotista.

Probablemente no lograremos durante los próximos años vivir en una paz total, en una paz de seguridad y dicha. En este sentido, somos (y también lo son nuestros hijos) parecidos a los israelitas de la generación de la travesía del desierto. Seamos al menos como aquel anciano que plantó un árbol no para él, sino para sus hijos y nietos. Se lo debemos. Se lo debemos a nuestra continuidad histórica como judíos e israelíes. También nos lo debemos a nosotros mismos, pues sólo el proceso de paz puede asegurar nuestra existencia aquí. He aquí cuál es, en el fondo, nuestra principal misión nacional hoy: permanecer fieles al proceso de paz con la esperanza de que, poco a poco, al cabo de diez o de cincuenta años, lograremos convencer a todos los componentes de la sociedad árabe para que vean las cosas con una perspectiva de paz y de reconciliación.

Escribo estas líneas en me dio de un torbellino de dolor, de desesperación, nacido de la angustíosa realidad: los últimos atentados han hecho recordar a aquel que quizá lo había olvidado que, a pesar de la prosperidad israelí, a pesar del deslumbramiento de los centros comerciales y las tarjetas de crédito, todavía estamos hundidos profundamente en nuestra trágica historia. Al menos, y por primera vez, hoy tenemos la posibilidad de modelar esta historia, de hacer nacer un futuro mejor.

es escritor israelí, autor, entre otros libros, de Presencias ausentes (Conversaciones con palestinos en Israel -Tusquets, 1994- y La sonrisa del cordero -Tusquets, 1995-).

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