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Tribuna
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5. Opiniónamos

JUAN GOYTISOLOLa endeblez real de la literatura se disfraza a menudo entre nosotros, como en Francia, con el ajetreo y oropeles de la vida literaria. El ritmo vertiginoso de las presentaciones, coloquios y charlas justifica en verdad el madrileñísimo nombre de movida. El público puede disfrutar a diario de la presencia de ídolos mediáticos, ganadores de premios, promotores histriónicos de sus propios productos e incluso, más espaciadamente, de autores aislados, retraídos y ariscos, como es el caso de José Ángel Valente o el mío. Entrada gratuita, lleno asegurado. Una pregunta quema no obstante los labios: ¿aumenta esto el nivel de la literatura?

Los fuegos fatuos del pantano o camposanto no se reducen a ínsulas tan exquisitas. Quienes no pueden correr de acto en acto, presentar y ser presentados, acaparar espacios televisivos, reiterar discursos fiambres, apuntarse a todas, cultivar obsesivamente su imagen retocada e invertir en ello unos dones artísticos de los que adolecen desdichadamente sus libros, disponen además de la posibilidad de dispersar a través de las ondas el rocío odorante de su palabra. En el recogimiento y sosiego de unos estudios insonorizados, propicios al rigor conceptual y la germinación de ideas, los tertulianos opinan a sus anchas de lo divino y humano, piropean o atacan, lanzan sus flechas o cubren de flores a amigos y enemigos. Estrategias de matrero jugador de ajedrez se combinan con mañas de florentino arribismo y rústica visceralidad. Hay Catedráticos de Tertulia, Críticos de Tertulia, Filósofos de Tertulia, Poetas de Tertulia y Tertulianos químicamente puros, cuya razón de ser, elevada a imperativo categórico, es la opinionitis. Los opiniónamos gozan de la portentosa facultad de poder ensalzar o destruir una obra sin haberla leído: cuanto tocan se convierte en materia opinable en virtud de una mirífica ciencia infusa. Las ondas radiales nos ponen así en contacto con una asamblea de doctos, expertos en todas las ciencias y artes que, desde los rubores del alba a los dudosos términos del día -e incluso de sobrecena-, nos deslumbran con su sabiduría y conocimientos, hondura de análisis y argumentación florida.

Otra particularidad nuestra: en ningún país del mundo existen tantos y tan bien dotados premios como en el Estado de las autonomías (al extremo de que resulta difícil dar con un autor hábil y de reiterativo discurso que no acumule media docena de ellos). Dejando de lado los privados y sus naturales y distintos criterios de rentabilidad, advertiremos que la intervención del Estado en tal lotería, en vez de paliar las inevitables desigualdades creadas por las leyes del mercado entre el texto literario y el producto editorial -por ceñirnos ahora al caso de la novela-, actúa en función de criterios gremiales y se somete al "fiero sufragio universal" (Menéndez Pelayo dixit) de los defensores de lo establecido.

En lo que toca a los autores españoles, cualquiera que fuere su especialidad, el valor de la obra no cuenta sino a medias: importa más la fidelidad del galardonado a la escala de valores consensuada por los jefes de la tribu, la "destreza social externa" de la que habla Cernuda, el nadar conforme a la dirección de la corriente, el halago a las figuras y figurones que tienen la sartén por el mango a la hora de distribuir lauros y larguezas.

¿Por qué fue olvidado hasta su postrimería la "excéntrica" pero admirable labor de Julio Caro Baroja y se coronó la obra de críticos, poetas y novelistas menores o anodinos? La ingente empresa, solitaria y tenaz de un Márquez Villanueva, ¿no merece cervantes aun desvalorizados por su frecuente mal uso?

Releamos a Blanco White, Clarín y Cernuda y encontraremos la llave de muchos enigmas. Como decía Larra a la España de su tiempo, "¡para usted no pasan días!". Para la nuestra, tampoco. Resignémonos pues: somos nosotros los que pasamos.

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