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Reportaje:

Entre rejas

La cristianísima toponimia madrileña, inmune a la desamortización y a la privatización por el momento, es pródiga en advocaciones religiosas, santoral y memorial de una ciudad desmemoriada y profana. Las comendadoras de Santiago, que dan nombre y lustre a esta plaza casi secreta del barrio de Noviciado, o de la Universidad, tienen garantizados y documentados sus derechos de nominación sobre estos solares que ocupan desde 1650, fecha en la que su cristianísima y golfísima majestad, Felipe IV, merodeador de claustros, ordenó la edificación del convento, fiel a su política de encender una vela a Dios y otra al diablo, aunque fuese el diablo cojuelo, su contemporáneo, duende fisgón y dicharachero protagonista de la famosa novela picaresca de Luis de Vélez de Guevara. Con su real venia, Felipe IV levantaba clausuras como el cojuelo le quitaba el hojaldre a los tejados madrileños para ver el relleno de la empanada.La plaza de Las Comendadoras abre un rectángulo despejado en la estrecha y lóbrega calle de Amaniel, que en otros y mejores tiempos fue frontera de frondosas selvas y verdes dehesas, finca y coto de Lope de Amaniel, ballestero del rey Enrique II de Castilla. La plaza de Las Comendadoras arrincona la noble fachada del convento en uno de sus ángulos, en la embocadura de la estrecha calle de Quiñones, impidiendo cualquier perspectiva del notable edificio que levantó el arquitecto Francisco Sabatini. El desafortunado emplazamiento hace que el visitante del templo entre a ciegas, sin sospecha de lo que se va a encontrar en el interior cuando sus ojos se acostumbren a la semipenumbra y aparezca ante él la majestuosa cúpula central que remata una amplia y elegante planta en forma de cruz griega con las extremidades en semicírculo. En el altar mayor, el apóstol Santiago, patrono del templo en el que celebran sus capítulos los caballeros de su antigua orden, aparece triunfante y ciclópeo en un dinámico y barroco apoteosis pintado por el prolífico Luca Giordano, españolizado como Lucas Jordán.

Una celosía separa al fondo de la iglesia a las monjas comendadoras de las tentaciones del mundo, del demonio y de la carne. Desde su limbo particular, las hermanas imponen la discreta presencia de sus voces rezadoras y el murmullo del roce de sus tocas en todo el ámbito del templo sobre el que vela su fantasmal asamblea, adivinada en su pozo de sombra. Sobre los capiteles y las molduras del contorno, una guirnalda de banderola con la cruz de Santiago recuerda las heroicas gestas de los nobles caballeros.

Tarde de sábado, antes de la misa de ocho, una docena de mujeres del barrio, arrebujadas en sus oscuros abrigos de paño, sigue el rezo del rosario que un canoso caballero desgrana desde un lateral del altar con un bisbiseo monótono y adormecedor. Adosado a la iglesia, mudo, destartalado y sombrío, el enorme caserón del convento que sirviera como cárcel de mujeres, retiro forzoso de pecadoras públicas el pasado siglo. Cárcel famosa mentada en algún diálogo de zarzuela: "En la calle de Quiñones te han visto más de una vez", increpa una vecina a otra entre cantable y cantable de una obra del género chico. Castiza cárcel de Corte en un barrio marcado por la presencia femenina. La calle de Quiñones lleva el apellido de doña María, o doña Elvira, de Quiñones, propietaria de famosa imprenta, la más antigua de su arte en Madrid, según las crónicas. Mujeres de letras, de rezos y de rejas, y también sombras dolientes de las antiguas inquilinas del que fuera cercano hospital de Amaniel para mujeres incurables.

Los recios muros del convento que dan a la plaza están cubiertos de furibundas inscripciones antifascistas e insumisas. Un grupo de adolescentes juega al fútbol en lo que se supone que es una cancha de baloncesto, sorteando las canastas y los frágiles arbolillos que enmarcan este rectángulo de tierra y piedra, ocupado también por los aparatos, toboganes y balancines, de un parque infantil, resistentes piezas de hierro forjado que más que instrumentos de juego parecen aparejos de tortura medieval. En el último sorteo de mobiliario urbano, a la descabalada plaza le ha correspondido un quiosco de prensa, retro y novecentista, achaparrada cucaracha negra y metálica de aire supuestamente parisiense.

Frente al convento, en la esquina de Amaniel, las discretas luces de una promiscua y veterana sauna gay de furtiva clientela, ubicada en los locales de lo que fuera famosa boite y discoteca en mejores tiempos. Hace unos años la plaza fue testigo de una de esas tragedias que nutren la letra pequeña de los diarios, un joven toxicómano murió víctima de una paliza en uno de estos bancos que a la caída de la noche son refugio de malas compañías y discretos trapicheos estupefacientes.

El escenario de la plaza de Las Comendadoras tiene sus horas santas y non sanctas con sus respectivas comparsas de niños, beatas, jubilados, gay, toxicómanos o perro paseantes, sus corrillos y sus mentideros. En la esquina de Quiñones abre sus puertas el Café Moderno, de una modernidad antigua y confortable de imitación art decó. Del otro lado, ya. fuera de los confines de, la plaza, una de las mejores cervecerías de Madrid, El Cangrejero, donde las cañas se tiran con alardes de una maestría ya olvidada y se ilustran con escabeches, berberechos de lata y encurtidos tradicionales.

El caserío circundante mezcla edificios de corte galdosiano conotros más nuevos y desafortunados, pero es la sombra de Galdós la que preside estos lugares con el recuerdo de algunos protagonistas de sus novelas madrileñas que oraron, se confesaron o cayeron en trance, más famélico que místico, en este convento o en el cercano templo de Montserrat de la calle ancha de San Bernardo. Callejuelas próximas como la del Norte o la de San Dimas conservan una impecable ambientación de época bajo la luz de discretas y clásicas farolas con forma de tronco de pirámide invertido, más castizas que las ornamentadas fernandinas, reservadas a los monumentos de la zona y tan del gusto del pueblo madrileño, capaz de colocárselas, si le dejaran, incluso en los desiertos high-tech del mismísimo Azca.

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