El largo divorcio
DIANA DE de Gales ha aceptado lo que su suegra, la reina de Inglaterra, le había pedido de manera apremiante: que se divorcie de su hijo y heredero al trono Carlos de Windsor. Establecido el principio de que habrá divorcio, se prevé ahora una áspera batalla para decidir los términos de esa ruptura legal. Comienza así otro capítulo nada elegante de este culebrón.
Tras hacerse pública la aceptación de Diana -era una evidencia que Carlos deseaba el divorcio-, su portavoz dio por hecho que, si bien renunciaba al título de su alteza real, retendría su morada en el palacio de Kensington, seguiría siendo princesa de Gales, tendría su parte en la educación de sus dos hijos, segundo y tercero, después del propio Carlos, en la sucesión al trono, y recibiría un regalo de despedida de unos 2.500 millones de pesetas. La reacción de Buckingham, es decir, de la reina, ha sido un seco "aún no se han empezado a discutir los términos del divorcio".
La reina, convencida de que la ruptura era irreparable, ha tratado de limitar el daño para la institución y para los eventuales derechos de su hijo a la corona. En cuanto a las dificultades eclesiásticas -el rey es en teoría la máxima autoridad de la Iglesia anglicana, que no acepta el divorcio-, todo parece indicar que el efecto no será impedir la coronación de Carlos, sino más bien acentuar la separación entre la corona y la institución eclesial. Ésta es una consecuencia colateral del espectáculo que ha dado la casa real británica en los últimos años. Pero no irá en detrimento de la adaptación de la monarquía británica a los tiempos modernos.
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