¡Dios mío hazme casto..., pero no todavía!
No resulta difícil comprender el vértigo intelectual que para algunos supone la renuncia definitiva al ajuste de tipo de cambio. Desde que en 1868 Laureano Figuerola firmase el decreto de creación de la peseta -para preparar nuestro ingreso en una Unión Monetaria Latina de la que no pudimos ser socios- la vida de nuestra "rubia" ha sido tan azarosa que ha perdido el 95% de su valor inicial. Desde 1960 y frente al marco la paridad de la peseta ha caído un 82%. No hay muchas dudas: hemos sido un país que ha usado las devaluaciones con frenesí.La causa última de la mala vida de la peseta no es otra que nuestra proclividad inflacionista, producto de la rigidez de nuestros mercados, de los excesivamente frecuentes desequilibrios presupuestarios que han asolado a nuestra Hacienda Pública, y de la convalidación monetaria por parte del Banco de España de las tensiones que existían en la economía. Todos estos factores han forzado a las autoridades económicas a recurrir al ajuste cambiario para conseguir dos objetivos: reducir el nivel de salarios reales y reasignar recursos al sector exterior para moderar la presión que sobre el crecimiento ha ejercido el déficit de la balanza corriente española. Aunque los resultados de esta estrategia no son desdeñables -la tasa de crecimiento media del periodo 1970-95 es un 2,9%, tres décimas más que nuestros socios europeos- de ello no se puede derivar ni que no haya tenido costes, ni que sea sostenible en el futuro.
Los costes han existido porque en economía no hay lugar para la impunidad, y la inflación y las devaluaciones no son sino repudios civilizados de pasivos financieros que conllevan la exigencia por parte de los escaldados inversores de tipos de interés más elevados que les compensen del riesgo de colocar su ahorro en monedas poco virtuosas. Evidentemente, ello supone mayores costes de uso del capital, menos inversión, menos crecimiento y menos empleo.
En mi opinión, la política más eficiente para crecer no es preservar el tipo de cambio, sino avanzar en la flexibilización de los mercados, y revisar la eficiencia y equidad de los múltiples Estados -productor, subvencionador, regulador, de bienestar, deudor, autonómico...- que le han ido creciendo a nuestro presupuesto nacional. Si en lugar de realizar estos cambios estructurales, nuestra preocupación es que no desaparezca el mecanismo que temporalmente mitiga los problemas, me temo que los economistas continuaremos durante años repitiendo la misma cantinela: ¡liberalicen la economía y reduzcan el déficit público!
Existen dos grandes diferencias entre la adopción de un régimen de tipos de cambios fijos y la decisión de incorporarse a una Unión Monetaria. La primera es que una UM es para siempre; la segunda, que en una UM las instituciones nacionales desaparecen tras transferir su soberanía y sus funciones a un Banco Central único que es el encargado de ejecutar la política monetaria común. Convencer a cualquier institución para que voluntariamente pierda poder sólo es posible si la transferencia de soberanía da lugar a la aparición de unos beneficios tangibles. Resulta evidente que Alemania está interesada en la EMU por razones políticas que surgen de la constatación de que todas las grandes uniones monetarias que han existido -EE UU, Italia, Suiza, la propia Alemania- han acabado convirtiéndose en Estados más o menos federales, un resultado que coincide con las preferencias constitucionales alemanas: una Alemania unida en el seno de una Europa unida. A cambio de este objetivo extraeconómico, que muchos reconocerán como deseable, Alemania paga un elevado precio: el sacrificio en el altar de la patria europea del Bundesbank y del marco. La pérdida de soberanía monetaria alemana es precisamente el origen de los beneficios económicos de los restantes países de la unión. Para los países más ortodoxos, la unión abre la posibilidad de influenciar el diseño de la política monetaria europea más que ahora pueden hacerlo frente al Bundesbank. Para los países menos ortodoxos -como España- las ventajas de la participación se derivan de la posibilidad de internalizar parte de la reputación anti-inflacionista alemana, logrando así una reducción de sus primas de riesgo. Obsérvese que los beneficios económicos de unos son las "pérdidas" de Alemania: es un juego de suma cero que sólo se activa si Alemania decide participar en la unión.
Dado que el precio que Alemania tiene que pagar por lograr una Europa federal crece cuanto mayores sean los beneficios que extraigan los demás socios, resulta humano que Alemania haya ejercido su poder para que las reglas de entrada en el área reflejen sus preferencias económicas, insista continuamente en que estos criterios no se relajarán y presione para que se diseñen reglas presupuestarias para el período post-unión que minimicen las pérdidas de su reputación antiinflacionista. Paradójicamente, lo anterior supone que los famosos criterios de Maastricht no pueden considerarse como un salvoconducto que irremisiblemente conduce al crecimiento estable y sostenido. Lo que reduce la prima de riesgo no sólo es tener la inflación o el déficit público por debajo del 3%, sino básicamente que los mercados se convenzan no sólo de que un país secularmente inflacionista se ha sometido a un cambio de régimen tan intenso que se atreve a meterse en la cama con el "gorila" de Samuelson -ya saben: se van ustedes a meter en la cama con un gorila... ¡que tengan suerte!- sino, sobre todo, de que el "gorila" permita que el heterodoxo arrepentido se acomode en el tálamo nupcial.
Por ello, cumplir los criterios y quedarse fuera de la EMU es, en el mejor de los casos, una simpleza económica y, en el peor, una malévola forma de tararear a ritmo de hinchada futbolística lo que ya se escucha en algunos cenáculos: ¡este debate (el de la EMU) lo vamos a ganar... y todos los demás (desregulación, flexibilización de mercados ... ) los vamos a perder!
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