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Ensayo para una historia de la tolerancia

Las palabras son a menudo como peces dentro del agua: se nos escapan de las manos cuando creemos haberlas atrapado. A veces las percibimos mejor dándoles la vuelta y examinando lo que sus antónimos significan. Tal vez porque sea más frecuente que el mismo concepto dicho en positivo, creo que se entiende mejor, al menos de modo intuitivo, lo que se quiere decir hablando de "intolerancia", que de lo mismo pero al revés, que sería al derecho. Y si para precisar un concepto, como éste, hoy en día huidizo, recurrimos a la historia, corremos el riesgo de que el pez se nos escape definitivamente, a no ser que caigamos en la cuenta de que no ha habido un solo pez, sino varios y sucesivos, y de que comprendamos que, después de cada sustitución de un concepto por otro, queda en la palabra constante, en el significante que suena siempre igual aunque cambie de sentido, la huella de lo sustituido, la sombra del pez huido.Percibo en la historia de la tolerancia al menos tres modos sucesivos de entender qué cosa sea ( ... ) La tercera forma de tolerancia es la de nuestro tiempo. En un pasaje de uno de sus penúltimos trabajos Norberto Bobbio ha escrito que las razones de la tolerancia tienen que ver en el momento actual mucho más con la igualdad que con la libertad y la verdad: de la tolerancia como exigencia de la convivencia entre distintas creencias, hemos pasado al problema de la tolerancia hacia los diferentes. Creo que tiene razón, pero acaso sería mejor decirlo al revés, esto es, que los intolerantes de nuestro tiempo lo son más en relación con diferencias valoradas en virtud de prejuicios interesados y egoístas como desigualdades disfuncionales y rechazables, que no con una Verdad, en la que así, con mayúscula y en singular, ya casi nadie parece creer, o al menos no con tanto apasionamiento como para imponerla por la fuerza. También es posible que los hombres de nuestro tiempo, creyentes o no, han aprendido a ver en la vivencia y la conciencia religiosa, o en su carencia, un hondo e importante rasgo de la personalidad de cada cual , de su libertad de pensamiento, de su cosmovisión.

En cualquier caso, nuestro tiempo, dentro del Occidente euroamericano, sabe ya interiorizar la libertad de conciencia, ha aprendido a respetarla, y cuando presencia excesos contra la misma, violaciones en uno u otro sentido, las reconoce y las rechaza. La democracia no niega la existencia de verdades absolutas, debe permitir que quien crea en ellas o en su posibilidad, las busque por su cuenta y riesgo, como aventura individual de su pensamiento libre, pero organiza la convivencia como si tales verdades no existieran. Se instala metódicamente en el reino de las relatividades públicas, para que el hombre individual pueda pensar lo que quiera acerca de otros posibles tipos de verdades. La libertad es ya derecho, y en cuanto tal lo que a ella atañe, y muy en particular a la libertad de conciencia, no es ni debe ser objeto de tolerancia, porqué es contenido de derechos fundamentales: la libertad es exigible como derecho.

Aunque teóricamente podría decirse lo mismo respecto a la igualdad, valor también asumido por las democracias e incluso raíz de las mismas, lo cierto es que nuestro mundo no acepta la igualdad entre todos los hombres, ni siquiera en el plano formal, con el mismo grado de naturalidad indiscutible. En el tiempo de las mezclas, en el mundo aldeano que vivimos, en la sociedad de las coexistencias, de las yuxtaposiciones y de lo heterogéneo, el hombre no ha aceptado como realidad cultural la igualdad sustancial entre los diferentes. Quizá sea ahí donde haya que predicar hoy la tolerancia por parte de quienes se consideran superiores respecto a aquéllos que tienen como inferiores por su color, su lengua, su raza o su nacionalidad.

¿Qué decir sobre la tolerancia y la Constitución? Aun a riesgo de parecer provocativo, lo cual puede parecer inapropiado para quien, como yo, ya no es un adolescente, diría que donde hay derechos, y derechos fundamentales, queda menos espacio para la tolerancia. Si ésta ha sido en sus formas sucesivas una forma de coexistencia con el pecado y /o con el error o con la diferencia peyorativa, y en consecuencia algo generosamente otorgado a quien ningún derecho tenía a ser tratado así, no parece que se pueda seguir hablando de tolerancia, o al menos no de la misma tolerancia, habiendo reconocido, como lo ha hecho nuestra Constitución, libertades y derechos donde no los hubo nunca en España. Si el creyente en cualquiera de las religiones conocidas, el no creyente y el agnóstico tienen el mismo derecho de libertad a creer, pensar y opinar lo que crean, piensen u opinen ¿quién ha de tolerar a quién, sino todos a todos? Y si en virtud del principio y derecho de igualdad formal del artículo 14 de la Constitución todos somos iguales ante la ley y quedan vedadas las discriminaciones, podemos decir, respecto a la tolerancia relativa a la desigualdad, lo mismo que acabamos de exponer a propósito de la libertad. Donde hay derechos fundamentales y se tiene la posibilidad real de exigirlos y hacerlos cumplir, la tolerancia resulta insuficiente, y para seguir siendo tiene que ser otra cosa de lo que durante siglos ha sido o se ha pretendido que fuera. Quien antes pidió sin éxito la tolerancia, hoy tiene el derecho fundamental a ser lo que quiera ser, a pensar y a opinar libremente y a exigir respeto, donde antes pedía tolerancia.

¿Quiere eso decir que ahora todo vale, que la libertad es justificación, coartada y paraguas para cualquier cosa? Desde luego que no. Ni en nombre de la libertad ni en el más modesto de la tolerancia vale. La libertad y su tal democracia vez hija o nieta la tolerancia no carecen de límites ni como valores ni tolerancia es el como derechos individuales. El problema está en fijar esos límites. Quisiera plantear el problema de los límites de la tolerancia. en un Estado de mocrático de derecho.

Hemos de ser tolerantes como actitud y virtud cívica mejor que sus contrarias. Hemos de serlo sobre todo en aquellos ámbitos en los que las relaciones interprivatos no están de hecho regidas por el Derecho y los derechos, sino por el amor, el afecto y la amistad, como sucede en las relaciones familiares, o en las de buena vecindad, o en el trato entre amigos. Hemos de soportar, con paciencia y tolerancia, las molestias que nos produce el roce con otros individuos, con conductores de otros vehículos, con vecinos que nos hacen escuchar la música que a ellos les place. Practiquemos esa tolerancia como buenos ciudadanos. Pero seamos conscientes de que el campo semántico de esta tolerancia son palabras tales como comprensión, paciencia o buena educación, virtudes estimables pero sólo para andar por casa.

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Seamos conscientes también de que el valor libertad considerado como uno de los superiores de nuestro ordenamiento jurídico, como declara nada menos que el artículo 1.1 de nuestra Constitución, obliga a los poderes públicos a ser, en principio, permisivos, tolerantes con conductas indebidas, lo que debe conducir al legislador a procurar evitarlas antes por medios suaves y disuasorios, que no por otros punitivos. Pero ¿hasta dónde hay que ser permisivos? ¿Dónde tienen derecho los ciudadanos y los poderes públicos a dejar de ser tolerantes? ¿O es que en esta sociedad hemos de tolerarlo, es decir, soportarlo todo?En una sociedad democrática el límite de la tolerancia es el Código Penal, donde se castigan no formas de pensar, de ser o de opinar, sino actos u omisiones dañosas, lesivas contra los derechos de los demás. La ley penal todavía podrá ser interpretada con rigor o con benevolencia, con rigidez o con flexibilidad, atendiendo al castigo como finalidad preferente o a la reinserción o corrección del delincuente como finalidad última y más noble, y en estas actitudes enunciadas en segundo lugar de cada binomio latirá el recuerdo de aquella disimulatio et tolerantia canónicas, como estrategias en el ejercicio del poder. Pero aun cuando prefiramos la benevolencia con el condenado, la flexibilidad en la interpretación de la ley penal y asimismo la reeducación del recluso y no su castigo puro y duro, el suelo del Código Penal, aquello en lo que descansa es el castigo de los actos que la sociedad no puede ni quiere tolerar. Y hay que atreverse a decir que en ese campo, quizá una tolerancia mal entendida y acaso exagerada pueda equivaler a debilidad, a indiferencia y a una permisividad contraproducente. No entronicemos tampoco por ahí la tolerancia como supuesto bien supremo.

Tal vez la tolerancia de nuestro tiempo haya de ser entendida como el respeto entre hombres igualmente libres. Ya no hay lugar para practicar ni pedir la tolerancia desde arriba, vertical y generosamente concedida a los de abajo. Hoy la tolerancia, para ser, ha de ser horizontal, como respeto recíproco entre hombres iguales en derechos y libertades. Respeto que equivale a la aceptación del otro tal cual es, respeto fundado en la reciprocidad, porque si yo tolero a quien me disgusta es porque quiero ser tolerado por aquél a quien no le guste mi manera de pensar, decir o ser. Así concebida, como respeto recíproco entre hombres iguales en derechos y libertades, pero que no se gustan, bien venida sea esta forma de tolerancia.Pero dense cuenta de que sitúo la tolerancia como conducta recomendable para el trato entre aquéllos que no se gustan, puesto que quienes se aman no dicen nunca tolerarse.( ... ) Nótese que en esta referencia de la tolerancia a aquél o aquélla que no nos gusta o nos duele se refugian, como huellas de pasados significados de la palabra, la memoria del error, del pecado o de la diferencia disfuncional, como sucesivas formas del mal y objetos de tolerancia. Y es que estos recuerdos semánticos casi clandestinos, casi ocultos en el significado de lo que hoy podemos entender por tolerancia, son vestigios de la historia de la palabra que en ella todavía permanecen, agazapados. Son algo así como la sombra del pez huidizo.Madrid-Burgos, 15 noviembre 95.

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