¿Debe España entrar en la UEM?
El autor cree que el examen de convergencia se retrasará casi con toda seguridad uno o dos años, aunque ve poco probable que este retraso liquide el proyecto de unión monetaria.
El propósito de estos comentarios es examinar los principales argumentos que se aducen para retrasar el calendario de Maastricht o desaconsejar la participación de España en la última fase de la Unión Económica y Monetaria (UEM).1. Está, primero, el grupo de quienes solicitan relajar algunos criterios de Maastricht (fundamentalmente, los de déficit y deuda pública) o retrasar el examen de convergencia, ahora previsto para el verano de 1998 sobre la base de los datos correspondientes a 1997. Vaya por delante que, en mi opinión, el examen de convergencia se retrasará casi Con toda, seguridad uno o dos años. Dicho retraso podría quedar sancionado en la conferencia intergubernamental del próximo marzo, y si el calendario de Maastricht saliera indemne de esta conferencia, no creo que la estabilidad cambiaría del eje franco-alemán aguante los rigores del verano. En mi opinión, es poco probable que este retraso liquide el proyecto de unión monetaria, aunque un segundo retraso sí sería muy peligroso. Creo, eso sí, y en contra de lo que propugnan otras voces, que la relajación de la política fiscal que se pretende conseguir con dicho retraso entrañaría una pérdida de bienestar para la mayoría de ciudadanos de cualquier país cuyo déficit público sea excesivo, como España.
Quienes recomiendan la relajación de los criterios o el retraso del examen de convergencia sostienen tácitamente que si España u otro país europeo tuviera un déficit público en 1997 significativamente superior al 3% del PIB (tiene que ser significativamente superior, porque pequeñas desviaciones serían compatibles con los criterios de Maastricht) disfrutaría hasta entonces de un crecimiento económico mayor que el que se registraría si nuestro país instrumentara las políticas necesarias para reducir el déficit presupuestario hasta esa cifra.
Esta hipótesis es difícilmente defendible. Una cosa es que en las circunstancias de España u otro país europeo sea políticamente incómodo pasar del desequilibrio fiscal actual a cifras cercanas al 3% del PIB de aquí a 1997 y otra bien distinta que, si se decidiera fijar un objetivo presupuestario laxo para 1997, la economía española podría crecer más de lo que crecería con una política fiscal más rigurosa.
La experiencia europea de estos últimos años muestra contundentemente que una política fiscal más expansiva, y, por tanto, un mayor volumen de deuda pública, acarrea tipos de interés reales más altos y menor crecimiento económico. El análisis del ciclo completo de desaceleración, recesión y recuperación vivido por las economías europeas entre 1991 y 1995, análisis que grosso modo eliminaría los efectos cíclicos sobre el presupuesto, no deja lugar a muchas dudas: los países de mayor crecimiento medio anual a lo largo de los cinco años del último cielo son los países con un menor déficit presupuestario medio. Irlanda, el país europeo con el mayor crecimiento medio anual del PIB en el periodo 1991-1995 (cerca de un 5%), ha tenido todos estos años un déficit presupuestario inferior al 3% del PIB (de hecho, tiene déficit presupuestarios sensiblemente inferiores al 3% del PIB desde 1989, habiendo reducido su deuda pública desde el 101% del PIB en aquel año hasta el 84% en 1995). España, con un crecimiento medio anual en dicho periodo del 1,3%, es de los que menos ha crecido y mayor déficit presupuestario y aumentos de deuda pública ha tolerado en el promedio de esos años. Los únicos países que han crecido menos que España (Suecia, Finlandia y Grecia) han tenido, en el promedio del periodo, déficit presupuestarios mayores que nosotros. Sería un error lamentable que España y otros países europeos no aprovecharan la etapa de recuperación actual para reducir todo lo posible el desequilibrio presupuestario y la deuda pública.
2. Por otro lado, está el grupo de quienes se oponen a que España participe en la última fase de la UEM; se oponen, esto es, a la desaparición de la peseta y la adopción del euro, con la consiguiente fijación irrevocable del tipo de cambio entre nuestra moneda y las de los demás países participantes en el proyecto. Es éste un grupo mucho más nutrido que el de partidarios de la UEM, aunque la niebla de declaraciones oficiales destile una sensación diferente. Creo que no me equivoco si resumo el argumento principal de los que se oponen a la participación de España en la moneda única de la forma siguiente: la fijación del tipo de cambio de la peseta al entrar en el mecanismo cambiario del SME ocasionó la grave recesión de 1992-1993; la participación en la UEM nos condenaría a episodios similares y además nos impediría utilizar la devaluación del tipo de cambio para salir de la recesión, como se hizo en el periodo 1993-1994.
La excesiva sobrevaloración del tipo de cambio real de la peseta fue indudablemente uno de los resortes de la grave recesión padecida por nuestra economía a comienzos de los anos noventa. Puede resultar una sorpresa para muchos, sin embargo, saber que la mayor parte de dicha apreciación se produjo entre 1986 y 1989, antes de que se entrara en el SME. Más de un 70% de la apreciación del tipo de cambio real de la peseta frente a Europa entre 1986 y 1991, el año en que empezó a depreciarse, se produjo en el periodo 1986-1989, antes de entrar en el SME. La apreciación adicional de la peseta una vez fijado el tipo de cambio dentro del SME fue relativamente pequeña y ciertamente no hubiera causado una recesión como la de comienzos de los años noventa. De hecho, la entrada en el mecanismo cambiario del SME frenó la apreciación del tipo de cambio; la cuantiosa acumulación de reservas centrales entre 1989 y 1991 indica inequívocamente que el tipo de cambio nominal de la peseta se habría apreciado intensamente durante estos años bajo un régimen de flotación más o menos libre. Si la peseta hubiera seguido funcionando en régimen de flotación cambiaria, si la autoridad monetaria hubiera aceptado las reglas del régimen de tipos de cambio variable y no hubiera intervenido para fijar el tipo de cambio, nuestra divisa se hubiera apreciado mucho más intensamente, si bien probablemente la inflación habría sido algo menor y la peseta hubiera empezado a depreciarse antes de 1992. En todo caso, la apreciación del tipo de cambio real que se hubiera acumulado al comienzo de la crisis sería superior, como mínimo igual, a la que se registró con la peseta dentro del SME. La inferencia que se debe extraer de los hechos de aquel periodo es que los tipos de cambio flexibles o ajustables no impiden que se produzcan sobrevaloraciones excesivas del tipo de cambio real. Por tanto, si después de 1999 la peseta funciona dentro de un régimen de tipos de cambio flotantes, con independencia de que exista o no una moneda única en Europa, se puede volver a producir una excesiva sobrevaloración y una recesión idéntica a la de 1992-1993.
Pero ¿qué ocurriría si, como se hizo en 1989, se fija irrevocablemente el tipo de cambio de la peseta a un nivel sobrevalorado y se produce una recesión sin disponer ya de la posibilidad de corregir esa sobrevaloración mediante una devaluación? En principio, éste sería un argumento contra entrar en la UEM a un nivel sobrevalorado, algo en lo que todo el mundo está de acuerdo, no contra la fijación irrevocable del tipo de cambio. Sin embargo, si persisten las deficiencias del funcionamiento de nuestro sector público y nuestro mercado de trabajo, aunque se entrara a un tipo de cambio real infravalorado o de equilibrio, antes o después se generaría una apreciación excesiva del tipo de cambio real mediante un aumento del diferencial entre el nivel de crecimiento de nuestros costes laborales unitarios y los de los otros países de la UEM. ¿Cómo se evitaría entonces la recesión, cómo se saldría de ella, con la moneda única? La recesión no se evitaría, como no se evitaría tampoco fuera de la moneda única. Con un régimen de tipos de cambio flexible, normalmente se produciría una apreciación del tipo de cambio real más intensa durante la etapa expansiva del ciclo, porque, además del diferencial de inflación o de costes laborales unitarios, se apreciaría el tipo de cambio nominal y una depreciación real, también más intensa, durante la recesión que con tipos de cambio irrevocablemente fijos. Las variaciones del tipo de cambio nominal tienen efectos sobre el tipo de cambio real de mayor o menor duración (dependiendo de la cambiante flexibilidad de la economía a lo largo del ciclo), como aducen quienes temen la moneda única, pero los tienen en los dos sentidos, como olvidan estos partidarios de la flotación cambiaría.
Por otra parte, con un régimen de tipos de cambio variables, los tipos de interés reales serían más bajos durante la expansión y mayores durante la recesión que con tipos de cambio fijos, porque durante la expansión las expectativas de apreciación cambiaria dentro del régimen de cambio variable presionarán habitualmente a la baja los tipos de interés, y durante la recesión, las expectativas de depreciación presionarían al alza los tipos de interés respecto a lo que ocurriría con tipos de cambio fijos. Durante la recesión, pues, la gestación del proceso de recuperación bajo tipos de cambio fijos se haría con tipos de interés reales inferiores y tipos de cambio superiores a los que se registrarían con tipos de cambio variables. Con tipos de cambio fijos, la recuperación descansaría más en la demanda interior que en la demanda exterior (como lo que ocurrió en Alemania y los países que no devaluaron durante 1994, frente a lo que ocurrió en España y los países que devaluaron). Si existen serias rigideces en el mercado de trabajo, en uno y otro régimen se recuperaría parte de la competitividad perdida en el auge, pérdida que sería mucho menor con tipos de cambio fijos, mediante crecimientos de la productividad inducidos por aumentos del paro. El crecimiento real medio, así como el nivel medio de otras variables reales, a lo largo del ciclo no debería ser muy diferente bajo uno u otro régimen cambiario.
El corolario de estos razonamientos es que, si España alcanza la convergencia nominal y entra en la UEM sin corregir las distorsiones reales que entorpecen la eficiencia de nuestra economía (como las imperfecciones de nuestro mercado de trabajo y nuestra política fiscal), lo pasaremos mal. Pero no se debe ocultar a la opinión pública que si no corregimos estas distorsiones, aunque no entremos en la UEM, lo pasaremos, en el mejor de los casos, igual de mal.
José Luis Feito es socio consejero de AB Asesores.
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