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El gran islote

La altura del islote que en la historia del cine ocupa (sin compañía de nadie) Buñuel sigue aumentando. Es lo que ocurre con las islas de origen volcánico: entran de tiempo en tiempo en erupción y su cima gana cada vez más terreno a las leyes de la gravedad, que es la esencia de toda' tarea de creación artística.En la última erupción del volcán Buñuel, el temblor fue registrado por el sismógrafo íntimo y en carne viva de su colega Andrei Tarkovski, cuando gestaba la dolorida plenitud de su Sacrificio y en él anidaba ya la muerte. En su exilio de París, este intrincado y exquisito poeta ruso de la imagen volvió a ver las pocas obras del cineasta que conocía y descubrió las esenciales, que desconocía, porque habían, sido secuestradas en su país por los censores burócratas del estalinismo.

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Crear para alimentar el fuego

Dejó Tarkovski restos -dispersos en un libro, en entrevistas y en oídos de amigos- de la conmoción que fue para él la revelación del, en palabras suyas, supremo cineasta. No tuvo ocasión de intentar imitarle, que es un candoroso despropósito en el que han caído muchos cineastas sin sentido del ridículo, y sólo en esto tuvo suerte el infortunado Tarkovski. Cuando Buñuel dijo a Max Aub: "No me interesa el arte, me interesa la gente" le dio una. llave de acceso a las estancias interiores de su islote. Aunque sus tres primeras obras: -Un perro andaluz, La edad de Oro y Las, Hurdes, hechas entre 1928 y 1932, que ofrece en sesión continua el circuito de televisión sobre el que gira todo lo que hay en el Reina, Sofía- provienen de un atracón de estética, dentro de ellas hay una indagación, procedente de su volcánica pasión por la verdad, en lo que ocurre detrás de los ojos de la gente.

Como los pioneros fundadores de su oficio, Buñuel jamás alimentó su cine con cine, que es la peste que hoy mina el antiguo vigor de la pantalla. Creó -con Chaplin, Ford, Rosellini, Renoir, Murnau, Welles, Dreyer, Mizoguchi y pocos más, pero sin parecerse a ninguno- la idea, degradada a veces a cómodo comodín, de cine moderno. Y con más calado que nadie, recorrió el itinerario de este concepto -que en algunas renombradas bocas simuladoras es imprecisa y falaz- desde los pañales a la mortaja.

De ahí procede su superioridad, que intuyó abrumado y entusiasmado Andrei Tarkovski y que acataron los analistas de todo el mundo, cuando hace unos meses incluyeron entre las insuperables las tres películas que ofrece el escaparate de su legado madrileño; y cuyos negativos Buñuel se ofreció a incendiar, que fue su manera sincera -lo habría hecho- pero ya hoy metafórica de manifestar, sin propósito de hacerlo, que su superioridad se debe a algo tan sencillo como su humildad, materia moral indispensable para la forja de la mirada inocente que requiere crear -sin simular creación- cine.

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