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Salud y razón de Estado

El secreto profesional es importante, necesario, sin duda, pero la conciencia, la sensibilidad de las personas que se ven forzadas a mentir en nombre de la razón de Estado también lo son. Comprendo por eso las tribulaciones del doctor Gubler, el médico personal de François Mitterrand, cuyo libro El gran secreto acaba de ser prohibido por los tribunales franceses. Gubler contó, en síntesis, que Mitterrand había estado enfermo de un cáncer prostático incurable durante los últimos 11 años de su vida, que los boletines médicos sobre su estado de salud, incluso los firmados por él, habían sido falsos, y que el hombre, durante todo su último año de gobierno, estuvo postrado en su cama en condiciones que le impedían ejercer su cargo. La prohibición del libro fue decretada por un tribunal francés a raíz de una demanda judicial de la familia del ex presidente, y se basó en la violación del secreto médico, penada por la ley francesa. ¿Era lícita, sin embargo, la censura de un libro en un caso tan extremo y tan único? ¿Habría sido partidario de ella el propio Mitterrand, que nunca se opuso a la circulación de un libro, por calumnioso que fuera para él, durante sus 14 años de gobierno? El asunto es complejo; es un caso de conflicto entre derechos contradictorios. En este caso, entre dos valores que han llegado a contraponerse de un modo dramático, el secreto profesional y la libertad de expresión, me quedo sin la menor vacilación con el segundo.Alguien ha recordado el revuelo provocado por las revelaciones del médico de Mao Zedong en 1994. Tenemos que concluir que la salud de los jefes de Estado, en la época de la explosión de los medios de comunicación, ha pasado a formar parte de los complicados engranajes de la, razón de Estado. Son situaciones en las que el trato entre el médico y el paciente no tiene nada de normal, en que el tema del secreto profesional debe someterse a usos y normas enteramente excepcionales. Las enfermedades de los grandes estadistas siempre han provocado temor, desconcierto, angustia. Han sido elementos imprevistos y de consecuencias imprevisibles que se han introducido de repente, fuera de toda racionalidad, en los rodajes de la Administración y del poder. Es un tema que Kafka, Orwell y todos ellos quizá se olvidaron de desarrollar, o no alcanzaron a percibir con la misma claridad que nosotros. Los antiguos solían escribir sobre la peste y sus enormes repercusiones morales, políticas y hasta literarias, como lo demuestra la obra de Boccaccio o la de Swift. Pocos se han fijado en las enfermedades de las cabezas de la sociedad, que son como gusanos incrustados en el núcleo del sistema, en la pulpa central de la manzana. La manzana de Mao estaba carcomida, como el plexo solar de Mitterrand, y los médicos se acercaron a ellos, a pesar de las enormes diferencias del sistema, con temor reverencial y con ánimo predispuesto a la mentira. Jruschov, en sus memorias, cuenta que cuan do los jerarcas del Kremlin encontraron a Stalin agonizante, tirado en el suelo de su habitación, el único que atinó a llamar a un médico fue Beria. El médico, aterrorizado, tenía miedo de tocar la mano de Stalin para tomarle el pulso. Beria se lo ordenó a gritos. Aquellos gritos eran un síntoma de la muerte y de algo quizá más grave: el peligroso relevo de Stalin por el jefe de la policía secreta, la posibilidad del paso a un pe riodo aún más despiadado del estalinismo. El caso de Mitterrand y de su ex médico personal corresponde a una tradición muy diferente, a otra cultura, a una sociedad desarrollada y democrática. Sospecho, sin embargo, que la democracia no ha ganado mucho con el episodio. El doctor Gubler ha sido víctima de una situación que me ha tocado conocer, aunque en pequeña escala, de cerca: la de los personajes secundarios que se encuentran cerca del poder y que terminan por ser víctimas, de una forma o de otra, de dicha cercanía. El poder no sólo corrompe: también somete a pruebas terribles a sus acompañantes, a sus comparsas. Debemos recomendar siempre la prudencia, la distancia, la tranquilidad del ánimo, un razonable escepticismo. En mis tiempos de ministro consejero junto a Neruda, cuando él era embajador del Chile de Allende en Francia, me tocó ser partícipe y cómplice, en mucha menor escala como ya lo he dicho, de un secreto parecido al que debía guardar el doctor Gubler. Neruda sufría de un cáncer de próstata avanzado, la misma enfermedad de Mitterrand, situación que en ese momento, cuando Neruda era precandidato a la presidencia de Chile y después embajador en Francia, tenía evidentes connotaciones políticas y diplomáticas. El cáncer del poeta, en aquellas circunstancias, en los días tensos de la subida al poder de Allende y en sus primeros tiempos de gobierno, era un secreto muy bien guardado por muy pocas personas, entre ellas el propio presidente. Durante dos años, como segundo en la misión que él dirigía, tuve que disimular, tuve que reemplazar al poeta embajador en las circunstancias más diversas, tuve que hacer toda suerte de acrobacias protocolares para evitar que el secreto se filtrara. Eran malabarismos a los que no estaba acostumbrado, para los que no sentía la menor vocación, pero que parecían inevitables. En esos días aprovechaba mis escasas horas libres para escribir el primer borrador de Persona non grata, mi testimonio sobre Cuba, pero a menudo tuve que interrumpir el trabajo debido a las interminables complicaciones que presentaba la misión chilena en Francia, siempre agravadas por la enfermedad no conocida de su jefe. El asunto se transformó muy pronto en una tortura para Neruda mismo. Poco antes de su muerte me confesó que había perdido dos años de su vida en "el mausoleo" de la Motte-Picquet, pero en ese momento él estaba obligado, y yo también, a guardar el secreto a toda costa. Era la época de las cuotas estrictas de partido en la política chilena, fenómeno que contribuyó, por lo demás, al fracaso de la Unidad Popular, pero Neruda, que acababa de obtener el Nobel, sobrepasaba olímpicamente el sistema llamado entonces del cuoteo. Esto significaba, en la práctica, que el partido comunista tenía a uno de sus miembros de la Embajada en Francia sin pagar el verdadero coste político del cargo. El cáncer de próstata de Neruda era un secreto de Estado y una cuestión de partido. Cuando escribí años más tarde mis memorias literarias con Neruda como personaje de fondo, fui, si no recuerdo mal, bastante más discreto que el doctor Gubler. No lo considero en absoluto un mérito mío. Más bien lo contrario. Creo que el desagradable sabor que me había dejado aquella complicidad, aquellos años de constante disimulo, influyó en mi silencio. Sólo ahora me siento en condiciones de revisar y de reescribir el texto. Y me hago, con mayor claridad ahora que antes, la siguiente pregunta: ¿no habría sido mejor contar la verdad a tiempo y permitir que Neruda pasara sus años finales tranquilo, dedicado a su poesía, en Isla Negra o en el lugar que prefiriera? El destino de la Unidad Popular no habría cambiado en lo más mínimo y la obra nerudiana se habría enriquecido. Además, habría sido un buen ejemplo de decisión humana, civilizada, razonable. La razón, claro está, y lo razonable, desde luego, no son bienes necesariamente compatibles con la otra razón, la razón de Estado, que tiende a hipertrofiarse, para desgracia de todos, en las encrucijadas revolucionarias. Es posible que el propio Neruda no hubiera estado de acuerdo. ¡El poeta se desdoblaba con facilidad y solía convertirse en el enemigo de sí mismo! Sea como sea, si mi testimonio personal contribuye a reflexionar de otro modo, con otra perspectiva, sobre la censura del libro del doctor Gubler, creo que mi relativa discreción sobre la enfermedad del poeta habrá sido un poco menos inútil.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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